domingo, 4 de septiembre de 2011

Olimpo

Hermes y Atenea habían traspasado el umbral que separaba el mundo corriente del plácido mundo espiritual de Atenea. Desde el momento en el que alguien atravesaba el portal, el suave aroma a lavanda impregnaba el ambiente. Atenea vivía en un bloque de pisos en el que la mayoría de los inquilinos eran personas mayores, y estaban encantados de que Atenea se encargara de darle un toque alegre a aquel frío lugar común. Todos los días antes de salir de casa encendía una barrita de incienso, de manera que el hall y la escalera estuvieran impregnados de una sutil fragancia que le aportara cierta vida al edificio. También había colocado cuadros con motivos Yoguicos en los rellanos, por lo general una sombra realizando alguna asana con un maravilloso fondo al aire libre.

Ambos jóvenes habían comenzado a subir cabizbajos por las escaleras, cada uno concentrado en sus propios problemas y absortos en sus cavilaciones. El monótono retumbar de los zapatos de Atenea contra las escaleras, y de las converse de Hermes recordaban una sutil cuenta atrás. Constantes, implacables. En su ascenso no se encontraron con ningún vecino, lo que hacía la caminata más incómoda, aquél silencio era tedioso. Hermes parecía concentrado y relajado, Atenea, por el contrario, era un manojo de nervios. Aquellas escaleras parecían una lanzadera, desde que puso el pie en ellas, su corazón había ido acelerándose cada vez más, hasta que ahora estaba a punto de desbocarse. Finalmente, ambos jóvenes habían llegado a la puerta del piso de Atenea, quién sacó la llave y abrió la cerradura.

El piso era un lugar pequeño, pero acogedor. Tenía dos habitaciones, cocina, salón y baño. El ambiente estaba un poco cargado con ese aroma a lavanda que también impregnaba la escalera. Atenea colgó su chaqueta en la percha de al lado de la puerta, y se dirigió al equipo de música, encendiéndolo. Empezó entonces a escucharse de fondo una música celta muy suave, lo que confería al piso una energía adicional, ayudando a sus inquilinos a relajarse, y a concentrarse en sí mismos, en sus sentidos, ayudándoles a la vez a cargar sus pilas. Hermes se dirigió al sofá, y se hundió en él, agotado. Por encima de todo lo que había pasado, lo que más le atormentaba era la pérdida de Valquiria. Le dolía mucho haberla perdido, y más aun no saber si ella sentía lo mismo por él. Antes de que pudiera divagar mucho más sobre aquél tema, Atenea se presentó ante él con una botella de tequila, un salero y un plato con un limón cortado a trozos. Parecía que Atenea tenía pensado utilizar el alcohol para superar sus problemas.

- Había pensado -empezó a decir Atenea- que podíamos jugara algún juego, para distraernos un poco. Algo así como el juego de la verdad, pero sin prueba. Es decir, sólo verdad y beber, yo necesito beber, especialmente -dijo Atenea riéndose-.

- No sé Atenea, no me parece bien, con todo lo que anda pasando a nuestro alrededor. Esto es tan... trivial -dijo Hermes, tan solemne como siempre-.

- Joder Hermes, tú siempre tan aburrido. Siempre tan... serio. De vez en cuando también hay que desconectar, ¿sabes? lamentablemente estar triste y deprimido no suele ayudar a superar los problemas...

- Vale, vale, venga, vamos a empezar, que me estás poniendo a caldo -dijo Hermes, un poco tocado por la verdad de la afirmación de Atenea-.

- Entonces empezaré yo. ¿Por qué fuiste incapaz de confesarte a Valquiria, en todo este tiempo? -Preguntó Atenea, intrigada-.

- ¿Sabes? a eso lo llaman poner el dedo en la yaga... -Hermes estaba visiblemente molesto por esa pregunta, pero de alguna forma, creía que contestarla iba a ayudarle a superar su pérdida- Pues la verdad es que la respetaba mucho, y no quería meter la pata con ella... estábamos en un buen punto, y no quería alejarla de mí. Nunca supe lo que pensaba, de mí o de cualquier otro tema, era una mujer muy difícil de leer para mí, y yo tengo cierto miedo patológico al rechazo, así que...

- Vaya, me recuerdas a alguien que conozco, no sabía que pudieras ser tan... humano -Atenea parecía divertida por el descubrimiento, y empezó el tequila con un buen sorbo a morro directamente de la botella, después de haberse echado sal en la muñeca y haberla chupado. El limón lo dejó para más adelante-. Es tu turno, te toca preguntar.

- Hum... nunca se me han dado bien estos juegos, no sé qué preguntar. Vamos a ver, ¿Por qué estabas llorando antes?

- Para no dársete bien, has puesto "el dedo en la yaga" -dijo, parafraseándolo-. Estaba llorando porque toda esta situación me supera. Soy incapaz de encontrar una solución a nuestros problemas, y además siento que estoy muy por detrás de vosotros, no sé qué puedo aportaros yo, que no tengáis ya... -las lágrimas volvían a brotar de sus ojos, estaba muy dolida-.

- Eso no es cierto -dijo Hermes, pasándole un brazo sobre los hombros, lo que provocó el efecto contrario al esperado, cuando Atenea rompió a llorar-. Eres la más espabilada de todos nosotros, siempre te esfuerzas en aparentar ser la más fuerte, para que no nos preocupemos por ti, siempre estás intentando animarnos, y sacar lo mejor de nosotros. Además, todas las grandes ideas que hemos llevado a cabo, las has propuesto tú. Sin ti, este grupo estaría condenado al fracaso, no tendríamos opción alguna. Eres fuerte, divertida, te esfuerzas por todos nosotros. Siempre estás sonriendo, aunque por dentro estés rota... eres maravillosa, Atenea, de verdad.

Las palabras de Hermes, bien por su significado, o porque se veía que de verdad sentía lo que decía, hicieron que Atenea siguiera llorando como una niña desconsolada, incapaz de controlarse. Hermes seguía abrazándola, sin saber que ese era uno de los motivos por los que ella lloraba. Le dolía estar tan cerca de la persona a la que amaba sin que él sintiera lo mismo, sin que ni siquiera lo supiera, pero no tenía fuerzas para decírselo, y ahora, menos que nunca. Envidiaba con todas sus fuerzas a Merlín y Morgana, porque ellos eran felices, y se tenían el uno al otro en los momentos de flaqueza, pero ella, ella no tenía a nadie.

- ¿Estás bien, Atenea? ¿puedo hacer algo por ti? - se interesó Hermes-.

Ella levantó la vista, y, todavía sollozando, cruzó sus llorosos ojos con los ojos esmeralda de Hermes, tan cálidos como de costumbre. En ese instante, ella se dio cuenta de que era la primera vez en toda su vida, que sus ojos se cruzaban directamente con los de Hermes, siempre había evitado el contacto directo. Sólo eso bastó para que una sonrisa inocente brotara de su rostro, una sonrisa de verdadera felicidad.

Sabía que Hermes estaba esperando que respondiera, pero ella estaba saboreando el momento. Tan llena de júbilo estaba, que dejó de pensar por un momento. Dejó de pensar, no sabía muy bien si por el alcohol -aunque no había bebido prácticamente nada-, por la embriagadora presencia de Hermes, o porque ya estaba cansada de llorar en la oscuridad de su soledad, y el ser reconfortada por su gran amor convirtiera su amargo dolor en una amarga felicidad. El caso es que, por primera vez en mucho tiempo, había dejado de pensar, y sentía todo lo que había a su alrededor. Su mirada seguía conectada con la de Hermes, y no sabría decir cuanto tiempo habían estado así. Ella seguía sonriendo, y seguía sollozando a partes iguales.

Levantó su mano, con cuidado y delicadeza, hasta tocar el cálido rostro de Hermes, mientras le sonreía con calidez y afecto. Esto pareció sorprender a Hermes, pero él le devolvió la sonrisa. Entonces, antes de darse cuenta, ella se había incorporado, de tal manera que sus rostros estaban a la misma altura, frente a frente. Hermes, incómodo, intentó apartarse un poco, pero Atenea no le dejó. Cogió su rostro con ambas manos, y se acercó más y más a él. Sus labios estaban cada vez más cerca de los de ella, ambos estaban nerviosos y respiraban aceleradamente. Parecía que había pasado una eternidad, pero apenas había pasado un segundo. Antes de que ninguno pudiera parpadear, los labios de Atenea y los de Hermes finalmente se encontraron, en una explosión de calidez y amor. Muy suavemente sus labios pasaron de estar unidos a estar fusionados en un vaivén de sensualidad y erotismo.

Atenea, por primera vez en mucho tiempo, se sintió al mando de su propia vida, feliz y plena. Seguían unidos en aquél cálido beso, las manos de Atenea seguían a ambos lados del rostro de Hermes, y ella notó que ahora él estaba llorando...