Hoy tenía que
haber sido un día fácil. Estamos a mitad de semana y los comerciantes ya no
están tan nerviosos como los primeros días, y la gente empieza a notar el
cansancio acumulado. Cuando salí del
Arrabal poco después de amanecer, todo parecía indicar que iba a ser un
aburrido día más, de esos que a nadie le gustan. Pero no. Tenía que ser hoy el
día que El Gremio utilizara para dar un escarmiento a todas esas ratas
callejeras. Como yo.
Si no sois de
Algatria, dejad que os resuma la situación en la que nos encontramos: Hace más
de doscientos años que no vemos una guerra de verdad, y los tiempos de paz nos
han sentado relativamente bien. Desde las Guerras de las Tres Razas, todo ha
sido un poco menos convulso y más sencillo, especialmente para los humanos, que
al fin y al cabo salieron victoriosos del conflicto. Se fundaron diversas
ciudades estado, aunque todas ellas tienen que responder ante el Rey Patule, un
Sin Sangre con un pedigrí inmaculado. Los elfos y los enanos, a pesar de haber
sido razas enemigas, y en aras de un futuro mejor, fueron exonerados. Se
disolvieron sus organismos de mando, pero al margen de eso, apenas tuvieron
castigo. Claro que nadie comenta en voz alta que se les perdonó porque eran
artesanos sin igual y hubiera sido un desperdicio marginarlos de esta “nueva y
brillante sociedad interracial”.
Los orcos, sin
embargo no tuvieron tanta suerte. Eran hábiles en diversas tareas pero tan solo
alcanzaron la maestría en combate, y a nadie le apetecía que siguieran
trabajando en sus dotes, así que se les impuso un castigo ejemplar. Se les
acusó de haber sido los instigadores de la guerra, y se les obligó a firmar un
contrato que los dejaba poco menos que en la esclavitud. Su número ha mermado
considerablemente, y aunque ahora todavía los puedes ver por la calle, sería
extraño que no estuvieran haciendo trabajos pesados o que nadie más quiere
hacer.
Al terminar la
guerra los humanos se dedicaron casi exclusivamente al comercio. Se adueñaron
mediante contratos exclusivos de los mejores artesanos de las diferentes razas
y empezaron a comercializar sus mercancías. No tardaron mucho en obtener un
poder casi mayor al del mismísimo rey, y formaron El Excelentísimo Gremio de
Comerciantes y Artesanos, una organización casi tan pomposa como su nombre. Solemos
llamarlo El Gremio, por acortar y eso.
El Gremio, con el
paso del tiempo desarrolló una genialísima idea para mantener a raya a las
personas indeseables, o sea, cualquiera que no tuviera suficiente plata en los
bolsillos. De vez en cuando los alguaciles de la ciudad recorrían las calles
expulsando de la zona de mercado a todas aquellas personas que no estuvieran
trabajando, o tuvieran suficiente dinero como para poder pagar un pasaje de
tres monedas de plata. No lo hacían a menudo, porque sabían que de ese modo el
comercio flojearía hasta límites insospechados, pero lo hacían lo suficiente
como para que la mayoría de las personas no pudiera permitirse estar en el mercado
esos días. La voz se extendía rápidamente, claro, porque esos días también eran
conocidos por tener el número más alto de personas desaparecidas. Todo el mundo
sabía que los guardias apresaban y ejecutaban sin miramientos a cualquiera que
les hiciera la más mínima afrenta, pero era imposible hacer algo al respecto.
Bueno, pues hoy
era uno de esos días, y como yo había madrugado más de la cuenta para ver si
conseguía aumentar mi “comisión”, no me habían podido avisar de que estaba
empezando el jaleo hasta que me di cuenta yo mismo, y era demasiado tarde como
para que pudiera salir de la zona residencial sin levantar sospechas. Tampoco
podía quedarme, porque si algún soldado o alguacil me pillaba… digamos que
aquello no podría acabar bien.
Después de dar
vueltas por las calles durante la mayor parte de la mañana, me encontraba en la
plaza, observando atentamente desde la penumbra de un portón el ajetreo típico
del mercado. En la plaza principalmente se concentraban los mercaderes de
bagatelas, y alguna vez había un par de puestos de comida con tocino, panceta,
hogazas de pan y embutido. Unos meses atrás un visionario mercader intentó vender
fruta para refrescar a los compradores, pero la fruta se le estropeó antes
siquiera de vender una sola pieza. Habíamos dejado de estar en guerra, pero la
gente todavía quería ver sangre de alguna manera, parece ser. Yo probé sus
manzanas, y estaban deliciosas. Es una pena que la gente no les hiciera
aprecio.
Llevaba poco rato
allí cuando empecé a oír un extraño murmullo. Agucé el oído y pude comprobar
que eran voces, hablando muy rápido y a distintos tonos de voz. Un susurro
aquí, un grito allá, un gemido en el otro sitio. Algo había pasado. Varios
alguaciles entraron en la plaza desde distintas calles, mientras por las
contrarias la gente empezaba a irse poco disimuladamente. Yo me quedé quieto,
porque sé por experiencia que moverte es la forma más fácil de que alguien se
fije en ti. Aguanté estoicamente el rato suficiente para que la autoridad se
empezara a entretener con los demás y trepé al tejado de la cantina. Con el
árbol al lado y las ventanas bajas sin barrotes, era un milagro que no les
hubieran robado más veces. Aunque era muy probable que fuera por que la pareja
de enanos que llevaba el lugar era muy amable y trataba muy bien a todo el
mundo independientemente de su raza o cartera a pesar de trabajar de sol a sol
aguantando borrachos e inútiles.
Bueno, como iba diciendo subí al tejado y durante
la próxima hora me dediqué a contar nubes tumbado como cualquier gato
callejero. La verdad es que tenía suerte de ser un humano pequeño. A la mayoría
de la gente la hubieran visto a pesar de estar en alto.
Me ha dado tiempo de ver diecisiete nubes con forma
de dragón, jugar con tres gatos y espantar a tres palomas toca narices. ¡Ah! Y de
contaros todo esto. Creo que ya es hora de que me asome a ver qué es lo que
pasa ahí abajo.
No queda ningún alguacil, pero como he estado todo
el rato tumbado y sin prestar demasiada atención, no sé por qué calles han
salido, aunque imagino que si salgo por las que los he visto entrar no me
encontraré con mucha gente. La pena de que Algatria no haya crecido más es que
los edificios no están lo suficientemente cerca para ir de tejado en tejado.
Bueno, voy a bajar a ver si puedo pasar desapercibido.
-
¡Eh! Chaval, ¿qué haces ahí parado? Si tienes
ganas de mear vete a otro sitio, me vas a espantar a los clientes –es Bul, el
enano que se encarga de la cocina en la cantina. Parece un poco desorientado,
llevará mucho tiempo entre fogones y habrá salido a tomar el aire. Mierda-.
-
Tranquilo, En, sólo estaba buscando algo de
sombra. El sol hoy da poca tregua –pongo mi mejor sonrisa, a ver si cuela-.
-
Bah, vete por ahí y déjate de juegos. Es un día
de mierda y no tengo ganas de discutir con nadie, ¡Fuera!
Por supuesto ya me había dado la vuelta y él me
estaba gritando a la espalda. Los enanos son bastante simpáticos, si no están
cansados. Si lo están son unos cascarrabias insoportables. Creo que por eso
inventaron el aguamiel y la cerveza. Voy a ir por herrerías a ver si me da
tiempo de acercarme a los muelles sin que me vean.
Llevo como veinte minutos andando por herrerías
cuando por fin tengo ocasión de trabajar un poco. En la zapatería que hay
frente a la forja de Petro Cemento hay un joven rico montando un poco de
escándalo que voy a aprovechar para mi beneficio. Ya estoy lo suficientemente
cerca como para que nadie note mi estrategia, así que volteo la cara y grito
una despedida mientras finjo que me tropiezo y pierdo el equilibrio. Choco contra
el joven y lo empujo un poco.
-
¡Cuánto lo siento! –digo con la cabeza gacha y
una maravillosa voz de pena. Cada vez se me da mejor-. Lo lamento de veras
señor, espero que se encuentre bien.
-
¡Largo de aquí inútil! Joder, le tenía que haber
hecho caso a mi padre y no haberme acercado aquí hoy. Lo peor de cada casa se
encuentra en herrerías. ¡Mierda! –Se dio la vuelta y se fue gesticulando como
un loco que estuviera luchando contra molinos o algo por el estilo. Ricos. No
hay quien los entienda.
Mmm. No pesa tanto como esperaba, aunque estos
ricos tienen la dichosa manía de llevar varias bolsas repartidas por el cuerpo
para que no se las roben todas. Y yo que pensaba que era tonto además de loco.
En fin, supongo que con esta plata podré comer un poco de cochinillo asado en
alguna tasca de los alrededores. Voy a ver si en Casa Justa sigue estando esa
violinista tan guapa.
Mientas me dirijo hacia allí, alguien se choca
contra mí y sigue corriendo antes de que pueda decirle de todo. Miro a ver si
me ha robado algo pero sigo llevando las cinco bolsas que he sacado hoy.
-¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡ESE MALDITO ELFO ME HA
ROBADO! ¡QUE ALGUIEN LO PARE!
Ah, menos mal que
no es el noble que ha vuelto a por mí. Aunque aquél de allí delante hablando
con el alguacil sí parece… mierda.
Continuará…