lunes, 26 de marzo de 2012

Dark Enterprise

El hueco sonido de los pasos, silenciado por las suelas de goma de las botas militares repiqueteaba por todo el largo pasillo. El lugar, tenuemente iluminado apenas estaba aireado, dadas sus dimensiones, por lo que parecía estar bajo tierra. Aquél lugar, de hecho, no era muy transitado, ya que eran las dependencias secretas de un grupo para-militar no-gubernamental. En ese instante, cuatro mercenarios perfectamente conjuntados, escoltaban a una mujer V.I.P, de la que dependía plenamente su cruzada. De no ser por ella, seguramente su movimiento –así como las verdaderas intenciones del grupo- estaría abocado al más rotundo de los fracasos.

Era algo impensable, ya que durante siglos, habían estado rigiendo el país, bajo la atenta mirada de sus colaboradores, en otros países. De hecho, ellos estaban al corriente de quiénes eran las personas que auténticamente controlaban el mundo, y no, no tenían nada que ver con Estados Unidos. De hecho, doscientos años atrás, en el viejo continente se acordó una maniobra de distracción que le otorgara falso poder al nuevo continente, convirtiendo así a los neonatos Estados Unidos, en una especie de chivo expiatorio. De esa manera, otorgándoles un poder inexistente pero con apariencia real, su asociación permanecería en la sombra, y a salvo. Pero recientemente, un misterioso grupo había estado presionando desde las sombras su movimiento. Eso, era imperdonable, y ese grupo debía ser aniquilado con todo su poder.

Claro que, había un pequeño error de cálculo, y es que ese grupo no era un grupo desorganizado de personas normales. No, tenían un poder especial. Un poder que les había puesto en jaque varias veces en la historia, y parecían ser la continuación de su más fiero enemigo, al que, hasta ahora, consideraban extinto. Pero con aquella frágil mujer en su control, y con la correcta presión en sus puntos débiles, podrían corregir aquél error de una vez por todas.

Clara Hernández estaba siendo escoltada hacia la junta de las sombras, como de costumbre, por un importante contingente. Era obvio que no la tomarían a la ligera, ya que la primera vez que se vio en aquella situación, retenida contra su voluntad por aquél grupo, había acabado con quince mercenarios antes de que pudieran reducirla. Antes de que le mostraran una foto de su hija, de tres años de edad, amordazada y con una pistola en la cabeza. Hubiera sacrificado cualquier cosa en su poder, cualquiera, excepto a su hija. Tenían su punto débil, y en cuanto se dio cuenta de aquello, se desplomó, sollozando.

Había sido una ingenua, pensando que había ocultado bien su identidad, que su familia estaría a salvo. En aquel preciso instante, se arrepintió de todo. Hubiera preferido no involucrarse jamás con aquél grupo, dejar que el mundo se deteriorara por su propia ignorancia, y que se pudriera, como la fruta del falso paraíso que era. Pero, en aquel momento, le pareció una buena opción luchar por sus ideas… oh, qué equivocada había estado, y qué alto era el precio que le tocaría pagar…

Habían pasado varios meses desde aquella derrota, y sabía que ya nunca sería libre. Había intentado encontrar algún punto débil en la estructura de sus captores, pero no había ninguno. Era un grupo demasiado fuerte para que una sola joven pudiera perforarlo, y más cuidando de su hija pequeña. Además, ya no tenía a dónde huir. Su marido había sido violentamente asesinado por aquél grupo, y ella había traicionado a las personas más importantes para ella, después de su hija. La única razón por la que seguía viva, era que quería terminar de criar a su hija, para que fuera una mujer íntegra y fuerte.

Ahora, todas sus esperanzas y sus sueños, descansaban en los hombros de su hija, porque Clara, bastante tenía con cargar con sus pecados. No podía conciliar el sueño por las noches, y para ella, cada despertar era una tortura. Tan sólo la risa de su hija parecía mitigar aquel castigo, pero ella no podía reír lo suficiente, ni tan alto, cómo para ahogar el sonido de su llanto.

Finalmente, habían llegado frente a la puerta de la junta, una sólida puerta de metal blindado decorada de tal manera que parecía una antigua puerta de roble macizo. Aunque intentaba ser fuerte, y mostrar que todavía mantenía su dignidad intacta, las lágrimas resbalaban por el rostro de Clara con inusitada vehemencia. Se preguntaba a quién le tocaría el turno ahora, quién de sus amigos iba a morir esta vez por su culpa. Y con aquél pensamiento, llena de furia y de desolación, atravesó aquél umbral, deseando que, aquella primera vez que la apresaron, antes de secuestrar a su hija, hubieran acabado con su vida. Pero a ella no se le permitía morir. No todavía.