La Princesa que Miraba la Luna y
Nada Soñaba...
...porque nada dormía.
En un lugar ni cerca ni lejos,
aquél dónde los caminos confluyen y gente de todos los lugares se reúne, vivía
una hermosa princesa envuelta en un mar de melancolía y una niebla de soledad.
No es que no tuviera gente con la que compartir su vida, y quizá ese era parte
del problema. Veréis, a veces es más difícil tener mucha gente alrededor que no
tener a nadie, porque cuando no tienes a nadie... bueno, nadie puede
decepcionarte. Sin embargo cuando hay mucha gente cerca, no todo el mundo se
preocupa por ti y te arropa. Habrá quien diga que eso es falso, y si eso fuera
verdad me alegraría por ellos, pero lo dudo.
Nuestra preciosa princesa vivía
encerrada en su palacio de cristal y bruma de mar, encerrada en una jaula sin
barrotes y protegida por un dragón sin alas. Su más fiel compañero era un fénix
que casi no tenía plumas y que estaba esperando volver a las cenizas que lo habían
traído al mundo. La joven anhelaba respirar el aire de otros lugares y pisar la
fina arena de las playas al otro lado del mundo. Diablos, incluso se
contentaría con sentir el frío de los glaciares que moran donde acaba el
mundo... pero nada de esto era posible. No, aunque era una privilegiada princesa
y disponía del amor de sus súbditos, también estaba condenada a morar para
siempre en sus tierras, y eso la apenaba enormemente.
Ella se entretenía leyendo libros
que la alejaban de allí pero era más feliz cuando la Luna adornaba el
firmamento y su fría luz bañaba su rostro y sus dominios. Estaba acostumbrada a dialogar con ella, que era su confidente y su mejor amiga. Sabía escuchar como
nadie aunque no era muy dada a conversar, pero eso no importaba. La Luna
guardaba los secretos más importantes de la princesa, aquellos que nadie más
sabía, e incluso alguno que ni la propia princesa conocía. La alargada sombra
ambarina del atardecer daba paso a los oscuros rincones de la noche, y éstos a
su vez veían cómo el halo dorado se expandía para cubrir todo lo que la vista
podía observar. La princesa era testigo de esta mágica transformación todos los
días, así que cuando tenía que hacer sus deberes señoriales se encontraba sin
fuerzas y abatida. Veréis, nuestra princesa era como una ola del mar. Cuando
abre los ojos al despertar es dubitativa y frágil, pero va cogiendo fuerzas
conforme avanza el día hasta convertirse en toda una fuerza de la naturaleza
por la noche.
Pero, como no puede dormir cuando el sol se
oculta, toda esa fuerza se derrumba cuando la sonrisa del astro rey se
encuentra con la suya. Entonces sus fuerzas reposan y el ciclo vuelve a
empezar, aunque ella está tan agotada que las pocas horas que duerme no le
aportan nada. Cuando era más joven, sus sueños proféticos la colmaron de
esperanzas para el futuro, pero ahora... ella veía cómo se evaporaba todo
aquello que una vez imaginó.
Cuando hasta la reina hubo
perdido la esperanza, un errante peregrino llegó al palacio de bruma de mar. No
tenía mucho que ofrecer e iba cubierto con harapos, pero quiso mostrar su
respeto a aquél lugar precioso atrapado en el tiempo. Los súbditos lo miraban
con recelo e incluso los guardias se plantearon no dejarlo entrar en la corte,
pero la amorosa princesa vio cómo sus sueños volvían a aflorar. El peregrino
tendría tantas historias que contar...
Ella lo recibió sin pensar en su
apariencia y viendo tan sólo el secreto que cargaba en el corazón. Vio su
bondad y la persona en la que se convertiría, y su corazón se
pobló de ternura y admiración. Él, por su parte se sintió intimidado ante la belleza
de aquella princesa pero lo que más le impresionó fue el amor que radiaba de su
alma. La princesa parecía un ser etéreo pues guardaba las distancias con las
personas, no dejándoles ver más allá de lo que ella quería enseñar, pero el
misterioso peregrino era capaz de ver a través de aquella capa de bondad y cariño.
No, él podía ver sus secretos y el amor que guardaba por miedo a perder.
Charlaron durante horas y se
sorprendieron de lo bien que se conocían. Siguieron conversando, haciendo
confidencias y riéndose de cosas sin importancia hasta que la princesa sintió
que estaba reteniendo al peregrino más tiempo del que debería después de una
larga jornada de camino. Se despidió de él, y le instó a usar las habitaciones
de invitados de que disponían las dependencias reales, pero él rehusó la
invitación. Le dijo que tenía que continuar su viaje aunque era de noche, pero
que volverían a encontrarse antes de lo que ella podía imaginar. Ella insistió
pero él no cedió en su idea de partir en pos de la siguiente parada de su
viaje. La princesa tampoco estaba dispuesta a rendirse, así que finalmente el
peregrino accedió a, por lo menos, tomar un baño y cambiar sus andrajosos
ropajes.
Mientras el peregrino estaba en
los baños, la princesa fue a su balcón preferido a contar todo lo que había
pasado a su mejor amiga, pero cuando llegó allí, se encontró sola. Una miríada
de estrellas la observaban indecisas pero la Luna no adornaba el firmamento con
su tierna luz y su calmada sonrisa. La princesa, no obstante, se quedó
admirando la belleza de unas estrellas que solían pasar inadvertidas y cuyo
brillo parecía menor de lo que era cuando la Luna las escondía. Tras un buen
rato, decidió ir a despedirse del peregrino, que debía estar a punto de
reemprender su viaje.
El joven peregrino parecía otro
tras el generoso baño que la princesa le había proporcionado, y sus claros
ropajes parecían brillar bajo la atenta mirada de las estrellas que la princesa
acababa de observar. Ella se quedó allí plantada, frente a su invitado, sin
poder articular palabra. Por la tarde, mientras conversaban, le parecía que lo
conocía de toda la vida. Ahora, frente a su yo más hermoso, tenía la sensación
de que lo conocía de alguna parte, pero era incapaz de atar los cabos, que
rebotaban juguetones en su mente. Se quedó pasmada frente a un hombre que
acababa de conocer y al que hasta unos instantes antes sólo había visto como un libro de aventuras.
Aquello la avergonzaba, pero era incapaz de reaccionar.
-Tranquila mi princesa, guardaré
vuestros secretos -dijo el joven peregrino con una voz dulce y juguetona
mientras la miraba a los ojos -.
Entonces con su mano derecha
sujetó con delicadeza la barbilla de la princesa y le robó un beso. Se dio la
vuelta y agitó su mano izquierda para despedirse de la estupefacta princesa.
Cuando ella se dio cuenta de lo que había pasado, salió en pos del joven, pero
fue incapaz de encontrarlo. Se dejó caer al suelo y vio que un grueso haz de
luz plateado engullía su sombra. Alzó la vista sabiendo lo que iba a encontrar:
la Luna.