Aquellas nubes llenas de polvo y misterio cada vez estaban
más cerca, y finalmente la muchacha se dio cuenta de su presencia. Miró en derredor,
pero no quedaba nada en aquel maldito lugar. Sus abuelos contaban historias de
cómo en sus tiempos jóvenes aquello había sido un frondoso bosque. Incluso
hablaban de hadas y dríades que vivían allí, pero todo cambió con los asedios.
Aquella zona, por su situación estratégica en medio de los dos reinos, prácticamente
en todas las generaciones había sufrido asaltos, pero, por lo que contaban sus
abuelos, en su época aquello había sido un verdadero infierno.
Según narraban, un día todo el bosque ardió, y una inmensa
columna de fuego lo cubrió todo. Allí prácticamente desapareció el pueblo, que
siempre había vivido principalmente de la madera que talaban del bosque. Muchos
aldeanos perecieron a causa del fuego, o del humo, y otros tantos lo hicieron a
causa de las heridas de la refriega que sobrevino al incendio. Aun así, las
pocas personas que sobrevivieron se negaron a abandonar aquellas tierras, en
honor a sus familiares y amigos fallecidos, y se convirtieron en un icono de la
rebelión. Gracias a su resiliencia, el reino entero se volcó en aquella guerra
y consiguieron derrotar al ejército invasor. Todavía en la corte se cantaban
las épicas tonadas que compusieron los bardos…
Bloqueada por el miedo, Anya se desplomó en el suelo, cansada.
La incertidumbre la derrotó, algo que ni el dolor ni el horror que había vivido
había conseguido. Ahora, además de ver cómo la nube crecía por momentos, un
sonido rítmico se escuchaba cada vez con mayor claridad. Tacatá tacatá, una y
otra vez. El lobo, cada vez más nervioso, empezó a rodear a Anya de manera
protectora, una vuelta en cada sentido.
El horizonte por fin tomó forma, y un pequeño regimiento de
caballeros apareció de la nada. No era un gran contingente y a pesar de la
dificultad, Anya se percató de que no llevaban los colores del reino, sino los
del imperio. Volvían a rematar su jugada maestra, querían enviar un mensaje, y
no querían que nadie pudiera avisar al resto de villas de su ataque. A medida
que acortaban distancia, se oyeron sonidos metálicos producidos por el
desenvainar de las espadas. La habían visto, y ahora por fin podría descansar.
Descansar de verdad. Volvería a ver a su hermano, y sus padres la recibirían
con los brazos abiertos.
Cerró los ojos, preparada para marcharse de aquel lugar
lleno de dolor y sufrimiento. Escuchó como el lobo se alejaba, casi podía
escuchar su enfado por la forma en la que sus patas golpeaban la tierra. Se
sintió temblar. No, era el suelo el que temblaba, abrió los ojos al tiempo que
gritos de dolor y aullidos salvajes desgarraban sus oídos. El lobo había
desmontado a cuatro caballeros, y estaba arrastrando a uno de ellos de lado a
lado. Los tres que quedaban sobre sus monturas se estaban acercando para herir
al animal, pero sendas saetas los desmontaron en una fracción de segundo. Los
caballos se encabritaron y huyeron, sin siquiera una mirada a sus jinetes. El
lobo había soltado su presa y se abalanzaba contra otro de los soldados
heridos, y uno por uno los remató. Se volvió, enseñando los dientes y gruñendo,
mirando fijamente al grupo de tres hombres que habían llegado junto a Anya.
-
Tranquilo, amigo, hemos venido a ayudar- dijo el
primero de ellos, un hombre vestido con ropajes sencillos pero elegantes.
Estaba enfundando su arco, mientras enseñaba la otra mano levantada al animal, tratando
de tranquilizarlo-. No deseamos haceros daño, de verdad.
El lobo pareció entenderlo, porque cerró el hocico y se
calmó un tanto. Se giró, olfateó los cadáveres y se detuvo en uno de ellos.
Parecía buscar algo. Levantó la cabeza despacio, y, tras mirar a los hombres de
uno en uno, se acercó al que había hablado. Llevaba algo entre los dientes.