sábado, 9 de marzo de 2013

Aventura y caza de un Tyrannosaurus Rex


La aventura comienza, como tantas otras, por una mujer. Obviamente no es una mujer cualquiera, o de lo contrario, no habría historia que narrar. Era pues una de esas hermosas mujeres cuya sonrisa en un día soleado no puedes mantener, pero no por el riesgo de cegarte para siempre, no, sino porque si no apartas la mirada, quedarás hechizado para siempre en la sinuosa curva de sus labios. Mujer valiente y osada donde las haya, seguramente más de lo que debería ser, una de esas chicas que trata de disimular sus problemas mientras intenta ayudar a los demás. Muchos eran los motivos que la mantenían despierta durante las oscuras y lluviosas noches de los últimos meses, pero había una razón aterradora que la despertaba una y otra vez, sin dejarla descansar, manteniéndola cansada de día e impidiendo que se repusiera de noche.
Pero en la aventura también había un chico. Era un chico común, uno de tantos muchachos ávidos de historias que vivir y de peligros que afrontar. Quizá algo temerario, se ofreció a buscar una solución que pudiera ayudar al reposo de aquella preciosa princesa. No es que fuera una princesa de cuento, que tuviera sirvientes o criados, o una vida de lujos y depravación. Pero era una princesa. De tibio corazón y anhelante espíritu, aquella muchacha no podía ser llamada de ningún otro modo. Su miedo, sin embargo, no iba a ser sencillo de afrontar, y todavía más difícil sería conquistarlo. Un extraño ser la perseguía en sueños.

Era una bestia enorme de gran testa y afilados colmillos. Caminaba erguida, aunque sus miembros superiores eran cortos y prácticamente inútiles, al contrario que sus poderosos miembros inferiores, que hacían temblar el firme a cada zancada. Además la extraña criatura tenía una inmensa cola que le ayudaba a mantener el equilibrio al avanzar, y de paso, a librarse de cuantos animales quisieran entrometerse en sus asuntos. La única debilidad de esa aberración era su vista, que gracias a Dios no era demasiado buena. Sin embargo, poseía un delicado olfato y un oído más que aceptable, así que podía intuir con bastante precisión dónde se hallaba su presa. Pues bien, lo que el joven muchacho debería hacer para cumplir su promesa, sería, simplemente, cazar a la criatura. Coser y cantar.
Pasó varias noches estudiando a la bestia, rastreándola y observando sus hábitos. En su vasto arsenal tenía ballestas y arcos, lanzas y espadas, pero nada que pudiera hacer frente a una criatura diez veces más grande que él y con una capa de piel del grosor de su torso. No serían las armas, sino el ingenio, la única manera que tendría de acabar con aquella criatura y vivir para contarlo. Tenía varias maneras de afrontar la batalla: había pensado en atraer a su adversario a un lugar pequeño y estrecho en el que su gran tamaño fuera un problema, y, con estacas y lanzas, ir dañando el descomunal cuerpo de la bestia. Pero eso parecía muy complicado; Durante una milésima de segundo pensó incluso en usar veneno, pero necesitaría tres o cuatro carros del veneno más poderoso que pudiera conseguir para tumbar esa mole, y no creía que pudiera administrárselo ni utilizando carne envenenada; El fuego había sido otra idea, pero necesitaría inmovilizar a la criatura durante demasiado tiempo… casi sería más fácil esperar que la bestia tropezara en un terraplén y se partiera el cuello. Quizá eso podría funcionar, lesionar los miembros inferiores de la bestia hasta que no pudieran soportar su propio peso y terminara desmoronándose. Pero no sería fácil, debido al gran tamaño de sus patas y a su inmensa fuerza.

Pasaron los días y el muchacho no daba con la solución. Además, la bestia parecía evitarlo, como si supiera lo que planeaba hacerle. El desasosiego se apoderaba del joven y había días en los que su ánimo era sombrío. Cabizbajo y apagado, sin darse cuenta mantenía apartados a sus familiares y amigos. Tan sólo la joven muchacha arrojaba un poco de luz en sus cenicientos días gracias a sus escuetas sonrisas. No era mucho, pero ayudaba al cazador a no perder la esperanza, a esforzarse un poco más. Empezó a hacer ejercicio, a ponerse en forma. Practicaba día y noche un extraño método de combate sin armas que aprendió años atrás. El maestro que le enseñó le contó historias de personas que lograron hazañas increíbles aplicando su fuerza de voluntad a sus golpes. El joven dudaba que pudiera vencer a la criatura con su fuerza de voluntad, pero aquél entrenamiento le ayudaba a focalizar su voluble mente, a centrarse en un objetivo, a expandir su consciencia.
A los dos meses, podía arrojar las lanzas al doble de distancia con la mitad de esfuerzo y la misma precisión. A los cuatro, el árbol al que golpeaba con puños y patadas, se secó. A los siete, las saetas de madera que tiraba con el arco, perforaban las piedras como si fueran calabazas maduras. A los diez la disciplina a la que se había sometido durante todo aquél tiempo le permitía sentir los seres vivos que había a su alrededor. A los doce había aprendido a golpear con el puño el tronco de un árbol sin que éste sufriera ningún daño, y que el impacto del golpe destrozara la diana que había tras él. A los trece, su princesa enfermó.

Aquél hecho desconcertó enormemente al joven, ya que los últimos problemas de la muchacha habían tenido que ver con aquella bestia, que llevaba tanto tiempo huyendo de él y sin molestarla a ella. Era como si se hubiera esfumado. Durante una semana, el joven cazador fue a visitar a varios médicos y sanadores, pero todos le decían lo mismo. La enfermedad no parecía ser física, sino mental. Algo la tenía retenida en el mundo de los sueños, y hasta que no lo resolviera, se quedaría allí, sola. Sin querer asumirlo, el muchacho aprendió una técnica de meditación que muy pocas personas conocían, que permitía que dos almas entraran en contacto. No en el mundo físico, ni tampoco en el mental. Las almas conectaban de una manera primordial, en un plano diferente al que vemos, al que pisamos. Un plano similar al onírico.
Así pues, el joven cazador se sentó junto a su compañera con las piernas cruzadas y cerró los ojos. Intentó percibirla, comunicarse con ella. Numerosas imágenes cruzaban su mente como un torrente descontrolado y peligroso. Estuvo en la misma posición durante horas, sin mover un solo músculo, sin levantar los párpados. Cuando ya no aguantaba más, al borde del abismo, a punto de rendirse, perdió el sentido. Sentía sin estar en ninguna parte, veía aun a pesar de que sabía que no había abierto los ojos, y por más que pensaba, no sabría explicar lo que estaba pasando. Entonces la vio. Ella estaba allí, tomando su mano y sonriendo de aquella exquisita manera como sólo ella sabía hacer. Todo era un poco borroso, pero aquella sensación era perfectamente clara.

-          ¿Por qué estás aquí? –preguntó la muchacha, desconcertada. No podía dejar de sonreír, pero no sabía por qué motivo- ¿cómo has llegado?
-          Siempre te ha gustado hacerme preguntas fáciles, ¿eh? –contestó el muchacho con ironía para ganar algo de tiempo.- Intenté… intenté contactar contigo, con tu yo interior. No sabía si funcionaría. He venido a llevarte de vuelta.
-          No puedo salir –dijo la muchacha con un deje de tristeza en la voz-. Está aquí. La bestia. Me persigue sin casi dejarme tiempo para descansar, pero nunca me alcanza. No puedo seguir más tiempo así –la muchacha había empezado a sollozar, estaba cansada, y desalentada-.
-          Eh, tranquila, yo estoy contigo –trató de animarla el joven, pasando el dorso de su mano por la húmeda mejilla de la joven, que consiguió esbozar una fugaz sonrisa tras hipar una vez-. Y no pienso irme sin ti. Ésta vez nos toca a nosotros perseguir a la bestia –añadió mientras le guiñaba un ojo a su princesa y le sonreía-.

Hacía por lo menos tres horas que habían dejado atrás su lugar de encuentro y que andaban deambulando por lo que parecía ser un bosque de helechos y hayas. Nada se movía, y hacían tanto ruido al caminar que apenas oían algo que no fueran sus propias pisadas. Aunque en aquél mundo onírico no había sol, y por lo tanto la iluminación parecía ser uniforme, se atreverían a decir que cada vez era todo más oscuro, más tenebroso y desalentador. Cuando el joven planteó descansar un rato, la muchacha observó una abertura entre las lindes del camino que habían recorrido. No era muy grande, pero parecía haber un gran espacio detrás. Decidieron arriesgarse y seguir adentrándose en el bosque. Al dejar atrás la abertura, llegaron a un camino pedregoso y difícil de transitar.
Unos minutos después, casi de repente, se hallaban en mitad de un claro enorme, y, a la sombra del único árbol que había en el claro, que se encontraba justo en el centro y era un árbol de dimensiones pantragruélicas, estaba la bestia, durmiendo. Resolvieron los aguerridos jóvenes acercarse a ella y matarla en el acto, antes de que causara más problemas, pero en ese preciso instante, un agudo chillido resonó por todo el bosque y despertó a la criatura, que se incorporó en un santiamén. Como si supiera dónde se encontraban los jóvenes, se giró y se abalanzó sobre ellos, casi sin darles tiempo a reaccionar. El joven cazador, más por instinto que otra cosa, empujó a su princesa hacia el camino y le gritó que huyera. Al principio ella se negó, pero cuando miró el rostro decidido del muchacho, casi suplicante, se dio la vuelta entre lágrimas y echó a correr en pos del bosque.

Entre tanto, el joven, que había alcanzado una gran paz de espíritu al saber que había hecho lo correcto, se encaró con la bestia, a la que apuntó con la palma de su mano derecha y desde lo más profundo de su ser, concentrando toda la energía que lo recorría, la proyectó en un estentóreo grito. Fue más una orden moldeada por su voluntad, un acto volitivo que consistía en un deseo en sí mismo. Tan sólo dijo “¡NO!” y la bestia se detuvo. Se paró en el acto, como si hubiera sido retenida por cientos, por miles de cuerdas que la inmovilizaran. Aquella orden, aquél deseo, todavía resonaba en la mente del muchacho, repetía como un mantra una y otra vez “no la dañarás” “no le harás daño”. Se había olvidado de sí mismo, no había esperado detener a la bestia, tan sólo quería retrasarla, el tiempo justo como para que la joven muchacha huyera de nuevo.
La joven muchacha que, al igual que la bestia, se había quedado petrificada al oír aquél grito, sin saber qué hacer. Al volverse, divisó al joven, quieto y sereno, con su mano todavía alzada, y a la bestia, majestuosa, congelada frente a él. Los ojos de la criatura se encontraron con los suyos,  y entonces lo oyó:

-          Perdóóóóóóónameeeee –aquella voz no era humana, parecía como si fuera obra de un extraño viento que soplara de manera singular, pero al intentar adivinar el origen de tan misterioso sonido, la joven comprendió que procedía de la bestia-.
-          ¿Cómo es posible… -no pudo terminar la pregunta, porque se enfrentaba a un concepto muy difícil de asimilar-.
-          Todo este tiempo he intentado alcanzarte, pero no he querido hacerte daño alguno. Huías de mí porque no podía hablar contigo, y como no me entendías, me temías –le contó aquella criatura a la muchacha con una voz más humana-. Soy tu pasado, y he estado persiguiéndote durante tu presente (ahora pasado) para entregarte algo que necesitarás en el futuro.
-          ¿Pero qué coj… -la muchacha seguía sin poder comprender lo que estaba sucediendo o cómo se sentía, que era, más o menos, como tener un sueño dentro de un sueño en el que estás soñando que sueñas-.

La bestia entonces depositó once huevos frente a la muchacha, y le dijo que eran las esperanzas del futuro. Algunos estarían podridos, porque eran sueños que había olvidado. Otros, aunque quizá no llegaran a florecer, todavía tenían posibilidades de cumplirse. Y había uno, y sólo uno que se abriría cuando tuviera que abrirse. No sabría cuando sería ese momento hasta que lo fuera, y cuando aquél huevo se abriera, ella comprendería por fin muchas cosas que no habría podido comprender hasta ese momento. Aquél extraño ser que antes le había parecido aterrador, ahora le pareció un pozo de luz. Empezó a evaporarse, en volutas de humo, y su última frase fue:

-          Hay gente a tu alrededor que querrá y sabrá ayudarte. Déjate ayudar y conseguirás unas alas con las que alcanzar aquello con lo que durante tanto tiempo sólo conseguiste soñar. Sigue las huellas y nunca más te perderás.