jueves, 19 de abril de 2012

Fuego


                “A veces las palabras resbalan por los bordes de las páginas cómo lo hacen las lágrimas en un rostro consternado. Otras veces, más que fluir entrecortadas, nos hacen soñar. Nos ayudan a elevarnos sobre las sensaciones mundanas, y sobre las preocupaciones más triviales. Nos ayudan a imaginar otro mundo, otro universo, otra vida. Nos empujan a comprender a nuestros seres queridos a través de la visión de unos extraños personajes que nos eran desconocidos hasta unos segundos antes. Nos abren las puertas de fantásticas representaciones en las que, por fin, somos capaces de comprender. Nos abrimos a los demás con cada página que leemos, con cada frase que asimilamos…” Pero Morgana interrumpió a Merlín antes de que pudiera continuar:

-          Eso es… es increíble. ¿De dónde lo has sacado Merlín? – A Morgana le brillaban los ojos, se hallaba expectante.
-          Ah, es un ensayo que empecé a escribir sobre literatura para un trabajo de la universidad. Al final no me dio tiempo a entregarlo porque tuve que hacer un viaje inesperado que me impidió terminarlo a tiempo. Aun así lo terminé, aunque no me lo fueran a corregir –Merlín adquirió un aire más maduro al recordar aquel momento del que hablaba con tanta intensidad-, me gusta escribir, y me intrigaba cómo podía terminar el ensayo, así que…

Morgana volvió a interrumpir a Merlín, esta vez de una manera un tanto más agradable. Había puesto ambas manos alrededor del rostro del joven, y acto seguido le dio un apasionado beso en los labios. Entre divertido y juguetón, Merlín le siguió el juego. Se dejaron llevar por la pasión. Unas cuantas veces.
Cuando el sol llevaba ya oculto un par de horas y la luna llena brillaba con fuerza, ambos jóvenes se hallaban extenuados y hambrientos. Merlín se levantó, se vistió con inusitada rapidez debido al frío, y se dirigió a la cocina, a preparar algo de fruta para cenar. Entretanto, Morgana se quedó envuelta entre las sábanas, soñando despierta. Pensó en los problemas a los que se estaban enfrentando y pensó que parecían sacados de una novela. Recordó a Elena, la druidesa de sus sueños. En ese momento se dejó llevar. Era extraño que la sintiera tan cercana pese a que había vivido varios de cientos de años antes. Y sin embargo, tenía la impresión de que la conocía.

-Morgana, venga va, despierta. ¡Morgana! –Merlín estaba zarandeando a la joven con energía y a la vez con delicadeza. Cuando había vuelto a la habitación la había encontrado con convulsiones. A veces le pasaba, pero eso no hacía que Merlín se preocupara menos.  Sonrió aliviado cuando Morgana abrió los ojos y dejó de temblar.
-¿Qué ha pasado? – Morgana tenía los ojos ausentes, se había despertado pero todavía no era consciente de dónde se encontraba, estaba desorientada- ¿Por qué me despiertas así, en mitad de la noche?
-¿Cómo, no te acuerdas? –Merlín estaba empezando a ponerse nervioso- estábamos en la cama y he ido a prepara la cena, son sólo las once de la noche. No me ha costado más de cinco minutos preparar la cena y traerla –el joven hizo un ademán y señaló la bandeja con fruta que había apoyada en la cómoda- y cuando estaba entrando por la puerta te he visto temblando. He tenido que despertarte –el tono de Merlín era más de disculpa que de preocupación, pero eso no implica que no estuviera preocupado-.
- ¿Sólo son las once? –Morgana no daba crédito, acababa de tener un sueño largísimo, no podía haber soñado tan sólo cinco minutos...- He soñado con Elena, con dos días de su vida. No puedo llevar tan poco durmiendo – cruzó los ojos con los de el joven, y comprendió que él tenía razón.- es increíble.
-¿Ahora me vienes con cosas increíbles? ¿Después de todo lo que hemos visto? –el rostro del joven muchacho se relajó considerablemente, aunque todavía se reflejaba la preocupación en su semblante. Sonrió.- Venga, cuéntame esa historia mientras cuido de ti, sé que te mueres de ganas.

Morgana le relató la primera parte de su sueño, aunque apenas se acordaba de los pequeños detalles. Supuso que era un sueño de otro día y se había fusionado con el que acababa de tener. En él, la druidesa Elena, se hallaba aterrada en un bosque, desorientada y con algo o alguien que la perseguía. Conseguía conjurar una densa niebla para protegerse y se quedaba dormida en al resguardo de un árbol, muerta de frío, mientras notaba que algo se apoyaba contra ella para ayudarla a mantener el calor. La segunda parte del sueño…

viernes, 6 de abril de 2012

Frío y Niebla


“Algo se ocultaba en la maleza, y acechaba a la joven Elena. Era una intempestiva hora de la madrugada más fría del año, y si bien no hacía demasiado frío, el viento aullaba con fiereza y fuerza inusitadas, colándose entre la ropa otrora hermosa, ahora sucia y desvaída de la preciosa muchacha. Hecho jirones, aquel precioso vestido vestigio de tiempos mejores ahora parecía un sencillo conjunto de camiseta y minifalda.
Elena, a pesar de hallarse acalorada por la intermitente carrera que tan pronto la dejaba sin aliento como la hacía reducir el paso para atravesar unos matorrales tratando así de despistar a sus perseguidores, sentía frío. No era un frío natural, sino ese frío que uno siente cuando sabe que algo no está en su sitio. Aprovechó aquél súbito aullido de aquél lobo solitario para detenerse, al refugio de un vasto roble que el tiempo, o el hombre, había derribado.
El tamaño de aquél árbol era descomunal, mucho, no, muchísimo más grande de cualquier árbol que la joven hubiera visto hasta la fecha. Ese refugio improvisado le cedió el tiempo necesario para serenarse y respirar profundamente. Más tranquila, más calmada, pensó detenidamente por primera vez en días. Aquello no le gustaba, prefería el ritmo frenético en que se hallaba envuelta durante las últimas lunas, porque cada vez que podía tranquilizarse, recordaba el intenso rojo del fuego y la sangre, danzando ante aquella horrible visión que presenció tiempo atrás. Desde entonces había huido, aterrada. Protegía lo que le habían entregado, pero, por encima de todo, se protegía a sí misma. Y ahora estaban a punto de alcanzarla, a no ser que…
Elena cerró los ojos, dejándose llevar por lo que en aquél momento le pareció que era su intuición. Se irguió, alcanzando su máxima altura y a pesar de ello, seguía oculta tras aquel majestuoso roble. Alzó sus brazos y comenzó a recitar lo que parecía ser un encantamiento en una lengua extraña, totalmente desconocida para ella, y la niebla empezó a brotar del suelo, otorgándole a aquél oscuro y frío bosque un toque de lo más fantasmagórico. Durante varios minutos, la joven y hermosa muchacha siguió canalizando su hechizo, y la niebla siguió naciendo y haciéndose más densa por momentos. Eso serviría para despistar a sus perseguidores, pero por si acaso, añadió al hechizo un seguro, que haría que cualquier ser vivo que se acercara a aquél roble diera media vuelta sin darse cuenta de ello, evitando el paraje en que ella se encontraba.
Cuando abrió los ojos, sintió todo el frío del ambiente, y se encontraba sin apenas fuerzas. Se dejó caer en el suelo, y lentamente se acercó al tronco del árbol yaciente para recostarse contra él. Hubiera deseado tener una manta con ella para poder refugiarse de la fría noche. Se hizo un ovillo, abrazando con su brazo izquierdo sus piernas, que ahora se hallaban cerca de su pecho. Y entre las rodillas, su mano derecha y su pecho, descansaba una pequeña cajita. Elena podía sentir cómo la caja palpitaba, ayudándola a no congelarse, y pensó que quizás el hechizo que acababa de realizar lo había hecho inconscientemente gracias a su poder.
Mientras su cansada mente se maravillaba por aquello, notó unas pisadas, rápidas y leves, cerca de allí. Sabía que no era una persona, por la cadencia de las pisadas y porque eran mucho más gráciles de lo que cualquier ser humano sería capaz de hacer, pero estaba tan cansada que sus ojos no querían abrirse. Las pisadas fueron acercándose, y a las primeras se le añadieron unas segundas, y a estas, una terceras. Elena cada vez las percibía más cerca, fuera lo que fuesen aquellas piadas, se dirigían hacia donde se encontraba. Qué extraño, el hechizo debería haber impedido que se acercara cualquier ser vivo. Súbitamente, notó calor en sus muslos, algo peludo se había recostado a su lado y las primeras pisadas se detuvieron. Cuando las segundas pisadas se extinguieron, volvió a sentir calor, esta vez en su brazo y su costado izquierdos. Y antes de poder averiguar dónde iban a colocarse el resto de pisadas, se quedó profundamente dormida.”

jueves, 5 de abril de 2012

Lluvia

                      La lluvia se precipitaba atropelladamente contra el suelo en general, y contra las ventanas de las casas en particular. El sordo sonido de las gotas de agua golpeando el mudo vidrio repiqueteaba, dándole a su silenciosa observación del entorno una preciosa sintonía. En aquel baile de sonidos repetitivos y monótonos, tan sólo una sombra se atrevía a desafiar al agua y al frío.

            Perfilando su sombra en las pareces, tenuemente iluminadas por la descolorida luz de las farolas, el joven muchacho corría. Corría cortando el aire, rompiendo el silencio y desafiando a los elementos. Corría bajo una cortina incesante de agua, que caía, arremolinándose en su chubasquero antes de perderse en el pequeño océano en que se había convertido la acera. La gente normal no salía a correr a esas horas, y mucho menos un día tan lluvioso como aquél. Pero él lo necesitaba. Estaba bloqueado, y cuando tenía un bloqueo de tal calibre necesitaba correr. Y poco le importaba a él el tiempo que hiciera.

            Hermes seguía corriendo, mojándose bajo aquella fría ducha natural, que no hacía sino recordarle ese horrible sentimiento que se arremolinaba dentro de su ser. No sólo estaban en guerra, no sólo había perdido a Valquiria, sino que ahora quizás también hubiera perdido a Atenea. Había reaccionado demasiado emocionalmente a aquél beso. Aquél beso que en tan sólo un instante había revuelto todo su mundo, todas sus emociones de una manera sin precedentes. Normalmente, en otras circunstancias se habría dejado llevar. Atenea era sin duda una mujer maravillosa, encantadora cómo sólo ella podía ser. Era atractiva, muy hermosa se mirara por dónde se mirara.

Pero no era eso lo que le turbaba. No, la razón de su desazón era mucho más profunda. Él se había enamorado de Valquiria mucho tiempo atrás. Pero, antes de aquello, el primer amor no correspondido de Hermes, había sido Atenea. Y eso era precisamente lo que atormentaba el juvenil e inmaduro corazón de Hermes. Durante bastante tiempo su corazón había anhelado la proximidad de Atenea, y estar en la misma habitación que ella le hacía estar feliz. Pero un día entreoyó una conversación entre Atenea y Morgana, en la que la primera dejaba bastante claro que no tenía demasiado interés en Hermes. Entonces apareció Valquiria, y Hermes pudo superar esa historia de amor. Y ahora resultaba que aquello podía no haber sido necesario.

Mientras el agua resbalaba en su rostro, mientras sus pies se hundían en todos los charcos de aquél recorrido nocturno, las ideas se arremolinaban en su pecho, como un potente tifón. Quizá aquella conversación entre Atenea y Morgana que llevó a Hermes a los brazos de Valquiria, no fue sincera. Quizá Atenea, avergonzada de que Morgana conociera las inquietudes de su corazón negara algo que sentía por el muchacho. Quizá Hermes y Atenea hubieran podido estar juntos mucho tiempo atrás. Quizá hubieran podido ser felices en otro tiempo, pero ahora… ahora Hermes no sabía que pensar.

El joven muchacho cargaba con la culpa de haber traicionado los sentimientos por Valquiria, los de ella hacia él, y los suyos hacia Atenea en un primer momento. Ahora no estaba cómodo con la posibilidad de iniciar una relación sentimental con Atenea. Quizá. No estaba seguro. No lo tenía claro, y no sabía si quería arriesgarse a una relación con alguien a quién no supiera hacer feliz. Mientras estas y otras ideas similares salpicaban su mente, las gotas de agua seguían precipitándose hacia el vacío, abandonando las nubes con ansías de explorar un nuevo mundo, y de conocer un nuevo amanecer. Gracias a esas temerarias gotas de agua que inundaban el mundo poco a poco, los seres humanos podían alegrarse de que saliera el sol tras la tormenta, y deleitarse con la extraordinaria aparición del arcoíris. Pero esa, es otra historia.