lunes, 18 de julio de 2016

Algatria. Relato solicitado por Quenthel.

                Hoy tenía que haber sido un día fácil. Estamos a mitad de semana y los comerciantes ya no están tan nerviosos como los primeros días, y la gente empieza a notar el cansancio acumulado.  Cuando salí del Arrabal poco después de amanecer, todo parecía indicar que iba a ser un aburrido día más, de esos que a nadie le gustan. Pero no. Tenía que ser hoy el día que El Gremio utilizara para dar un escarmiento a todas esas ratas callejeras. Como yo.

                Si no sois de Algatria, dejad que os resuma la situación en la que nos encontramos: Hace más de doscientos años que no vemos una guerra de verdad, y los tiempos de paz nos han sentado relativamente bien. Desde las Guerras de las Tres Razas, todo ha sido un poco menos convulso y más sencillo, especialmente para los humanos, que al fin y al cabo salieron victoriosos del conflicto. Se fundaron diversas ciudades estado, aunque todas ellas tienen que responder ante el Rey Patule, un Sin Sangre con un pedigrí inmaculado. Los elfos y los enanos, a pesar de haber sido razas enemigas, y en aras de un futuro mejor, fueron exonerados. Se disolvieron sus organismos de mando, pero al margen de eso, apenas tuvieron castigo. Claro que nadie comenta en voz alta que se les perdonó porque eran artesanos sin igual y hubiera sido un desperdicio marginarlos de esta “nueva y brillante sociedad interracial”.
                Los orcos, sin embargo no tuvieron tanta suerte. Eran hábiles en diversas tareas pero tan solo alcanzaron la maestría en combate, y a nadie le apetecía que siguieran trabajando en sus dotes, así que se les impuso un castigo ejemplar. Se les acusó de haber sido los instigadores de la guerra, y se les obligó a firmar un contrato que los dejaba poco menos que en la esclavitud. Su número ha mermado considerablemente, y aunque ahora todavía los puedes ver por la calle, sería extraño que no estuvieran haciendo trabajos pesados o que nadie más quiere hacer.
                Al terminar la guerra los humanos se dedicaron casi exclusivamente al comercio. Se adueñaron mediante contratos exclusivos de los mejores artesanos de las diferentes razas y empezaron a comercializar sus mercancías. No tardaron mucho en obtener un poder casi mayor al del mismísimo rey, y formaron El Excelentísimo Gremio de Comerciantes y Artesanos, una organización casi tan pomposa como su nombre. Solemos llamarlo El Gremio, por acortar y eso.

                El Gremio, con el paso del tiempo desarrolló una genialísima idea para mantener a raya a las personas indeseables, o sea, cualquiera que no tuviera suficiente plata en los bolsillos. De vez en cuando los alguaciles de la ciudad recorrían las calles expulsando de la zona de mercado a todas aquellas personas que no estuvieran trabajando, o tuvieran suficiente dinero como para poder pagar un pasaje de tres monedas de plata. No lo hacían a menudo, porque sabían que de ese modo el comercio flojearía hasta límites insospechados, pero lo hacían lo suficiente como para que la mayoría de las personas no pudiera permitirse estar en el mercado esos días. La voz se extendía rápidamente, claro, porque esos días también eran conocidos por tener el número más alto de personas desaparecidas. Todo el mundo sabía que los guardias apresaban y ejecutaban sin miramientos a cualquiera que les hiciera la más mínima afrenta, pero era imposible hacer algo al respecto.
                Bueno, pues hoy era uno de esos días, y como yo había madrugado más de la cuenta para ver si conseguía aumentar mi “comisión”, no me habían podido avisar de que estaba empezando el jaleo hasta que me di cuenta yo mismo, y era demasiado tarde como para que pudiera salir de la zona residencial sin levantar sospechas. Tampoco podía quedarme, porque si algún soldado o alguacil me pillaba… digamos que aquello no podría acabar bien.
               
                Después de dar vueltas por las calles durante la mayor parte de la mañana, me encontraba en la plaza, observando atentamente desde la penumbra de un portón el ajetreo típico del mercado. En la plaza principalmente se concentraban los mercaderes de bagatelas, y alguna vez había un par de puestos de comida con tocino, panceta, hogazas de pan y embutido. Unos meses atrás un visionario mercader intentó vender fruta para refrescar a los compradores, pero la fruta se le estropeó antes siquiera de vender una sola pieza. Habíamos dejado de estar en guerra, pero la gente todavía quería ver sangre de alguna manera, parece ser. Yo probé sus manzanas, y estaban deliciosas. Es una pena que la gente no les hiciera aprecio.
                Llevaba poco rato allí cuando empecé a oír un extraño murmullo. Agucé el oído y pude comprobar que eran voces, hablando muy rápido y a distintos tonos de voz. Un susurro aquí, un grito allá, un gemido en el otro sitio. Algo había pasado. Varios alguaciles entraron en la plaza desde distintas calles, mientras por las contrarias la gente empezaba a irse poco disimuladamente. Yo me quedé quieto, porque sé por experiencia que moverte es la forma más fácil de que alguien se fije en ti. Aguanté estoicamente el rato suficiente para que la autoridad se empezara a entretener con los demás y trepé al tejado de la cantina. Con el árbol al lado y las ventanas bajas sin barrotes, era un milagro que no les hubieran robado más veces. Aunque era muy probable que fuera por que la pareja de enanos que llevaba el lugar era muy amable y trataba muy bien a todo el mundo independientemente de su raza o cartera a pesar de trabajar de sol a sol aguantando borrachos e inútiles.
Bueno, como iba diciendo subí al tejado y durante la próxima hora me dediqué a contar nubes tumbado como cualquier gato callejero. La verdad es que tenía suerte de ser un humano pequeño. A la mayoría de la gente la hubieran visto a pesar de estar en alto.
Me ha dado tiempo de ver diecisiete nubes con forma de dragón, jugar con tres gatos y espantar a tres palomas toca narices. ¡Ah! Y de contaros todo esto. Creo que ya es hora de que me asome a ver qué es lo que pasa ahí abajo.

No queda ningún alguacil, pero como he estado todo el rato tumbado y sin prestar demasiada atención, no sé por qué calles han salido, aunque imagino que si salgo por las que los he visto entrar no me encontraré con mucha gente. La pena de que Algatria no haya crecido más es que los edificios no están lo suficientemente cerca para ir de tejado en tejado. Bueno, voy a bajar a ver si puedo pasar desapercibido.

-          ¡Eh! Chaval, ¿qué haces ahí parado? Si tienes ganas de mear vete a otro sitio, me vas a espantar a los clientes –es Bul, el enano que se encarga de la cocina en la cantina. Parece un poco desorientado, llevará mucho tiempo entre fogones y habrá salido a tomar el aire. Mierda-.
-          Tranquilo, En, sólo estaba buscando algo de sombra. El sol hoy da poca tregua –pongo mi mejor sonrisa, a ver si cuela-.
-          Bah, vete por ahí y déjate de juegos. Es un día de mierda y no tengo ganas de discutir con nadie, ¡Fuera!

Por supuesto ya me había dado la vuelta y él me estaba gritando a la espalda. Los enanos son bastante simpáticos, si no están cansados. Si lo están son unos cascarrabias insoportables. Creo que por eso inventaron el aguamiel y la cerveza. Voy a ir por herrerías a ver si me da tiempo de acercarme a los muelles sin que me vean.

Llevo como veinte minutos andando por herrerías cuando por fin tengo ocasión de trabajar un poco. En la zapatería que hay frente a la forja de Petro Cemento hay un joven rico montando un poco de escándalo que voy a aprovechar para mi beneficio. Ya estoy lo suficientemente cerca como para que nadie note mi estrategia, así que volteo la cara y grito una despedida mientras finjo que me tropiezo y pierdo el equilibrio. Choco contra el joven y lo empujo un poco.

-          ¡Cuánto lo siento! –digo con la cabeza gacha y una maravillosa voz de pena. Cada vez se me da mejor-. Lo lamento de veras señor, espero que se encuentre bien.
-          ¡Largo de aquí inútil! Joder, le tenía que haber hecho caso a mi padre y no haberme acercado aquí hoy. Lo peor de cada casa se encuentra en herrerías. ¡Mierda! –Se dio la vuelta y se fue gesticulando como un loco que estuviera luchando contra molinos o algo por el estilo. Ricos. No hay quien los entienda.

Mmm. No pesa tanto como esperaba, aunque estos ricos tienen la dichosa manía de llevar varias bolsas repartidas por el cuerpo para que no se las roben todas. Y yo que pensaba que era tonto además de loco. En fin, supongo que con esta plata podré comer un poco de cochinillo asado en alguna tasca de los alrededores. Voy a ver si en Casa Justa sigue estando esa violinista tan guapa.
Mientas me dirijo hacia allí, alguien se choca contra mí y sigue corriendo antes de que pueda decirle de todo. Miro a ver si me ha robado algo pero sigo llevando las cinco bolsas que he sacado hoy.

-¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡ESE MALDITO ELFO ME HA ROBADO! ¡QUE ALGUIEN LO PARE!

                Ah, menos mal que no es el noble que ha vuelto a por mí. Aunque aquél de allí delante hablando con el alguacil sí parece… mierda.


Continuará…

sábado, 2 de julio de 2016

Palabras que Forman Historias Cinco.


                             *Cancamusa, pichón, perroflauta, doritos, Ecuador, jipiar, guaje, plurisexualidad, cerveza, megatrón.             

       Se hallaba en medio de una acalorada discusión en el bar de su hotel en Quito, Ecuador. Acababa de terminar la carrera, licenciándose en Literatura en la universidad de Harvard, y había decidido pasar un verano inolvidable visitando diversos países de América del Sur. Entre cerveza y cerveza, picando doritos, patatas y frutos secos, la conversación avanzaba cada vez más fluida. Henry se había encontrado en el hotel a un grupo de turistas europeos y conversaban en un popurrí de lenguajes en el que ningún tema era tabú. Hacía poco una de las chicas, Cornelia, una alemana que destacaba en la multitud primero por su despampanante físico y después por su inusitado desparpajo, había empezado a hablar sobre cómo la sociedad cada vez avanza más hacia la plurisexualidad. Cornelia estaba manteniendo una relación abierta con Hans y Sofía, una pareja de Austria que había conocido en el avión.
Según Cornelia, los roles de género cada vez se difuminaban más y más, y terminarían convirtiendo las relaciones tradicionales en la excepción. Henry por su parte mantenía una sana y tolerante visión al respecto, aunque difería en el concepto de relaciones tradicionales. Al fin y al cabo en las antiguas civilizaciones el amor romántico no existía y el sexo entre personas del mismo sexo era tan común y normal como el sexo entre personas de diferente género. Además, Henry estaba convencido de que si los más oscuros deseos de la mayoría de las personas guardan relación con bacanales y desfases similares, por algo será.

Horas más tarde, visiblemente afectada por el desenfreno al que se había sometido, Cornelia se levantó y besó apasionadamente a Henry, dejándolo estupefacto.
-Bueno, pichón, espero verte esta noche en el concierto de Megatrón. Creo que todos los demás van a ir –Cornelia volvió a besar a Henry, tratando de convencerle de que le convenía dejarse caer por el concierto-.
-Mmm. Creo que será interesante, tienen pinta de tocar muy, pero muy bien –sus ojos, juguetones, chispeaban a causa del alcohol mientras observaba embelesado a Cornelia. Ella rio y se despidió con un ademán y una sonrisa-.
Henry se levantó, un poco encorvado y se encaminó hacia los ascensores que se encontraban junto a la puerta del bar.
-¡Eh, guaje! –Le gritó Marta, una jovencísima española de pelo rizado y pecas que le conferían un encantador aspecto inocente-. Te olvidas la cartera, Cassanova –le dijo mientras se la lanzaba-.

Cuando Henry llegó a la puerta de su habitación, que se encontraba en la cuarta planta, vio que Cornelia estaba sentada al final del pasillo, en su puerta. Quizá se había dejado la llave en el bar y le daba pereza ir a buscarla.
-¡Cornelia! ¿Qué haces allí sentada? –gritó el joven, quizá con más vigor del que esperaba-. ¿No puedes entrar? Ven aquí, todavía me queda algo en el mueble-bar, si quieres.
La bellísima alemana se levantó y avanzó hacia Henry contoneándose. Casi parecía estar exagerando su movimiento de caderas, pero Henry estaba un poco aceptado y no podía pensar con claridad. En cuanto la joven lo alcanzó, éste abrió la puerta y ambos se adentraron en la calurosa habitación, un tanto lúgubre y mal iluminada. Aun no se había cerrado la puerta y Cornelia se abalanzó sobre Henry, empotrándolo contra la pared con inusitada violencia. Un gemido escapó por los labios entreabiertos del joven, pero la muchacha no tardó en silenciarlo con sus besos.

Alguien llamó a la puerta, y como no obtuvo respuesta, gritó:

-Eh, mamones, menos diversión, que vamos a llegar tarde al concierto –les gritó una estentórea voz masculina, muy grave.
                Unos quince minutos después, tras numerosos intentos de interrupción, Henry estaba recogiendo su ropa del suelo, y pasándole a Cornelia que todavía yacía en la cama la suya. Cuando levantó la blusa, una tarjeta cayó al suelo y Henry sonrió. Se volvió y le dijo a Cornelia:
                -Así que todo eso de estar sentada en el pasillo era una cancamusa. Querías que te invitara a entrar, maquiavélica y hermosísima mujer.
                -Culpable –reconoció ella, todavía con rubor en sus mejillas, pero un deje de desafío en su voz-. ¿Me vas a castigar por ello?
                Como toda respuesta oyó una sonora carcajada y su blusa le cayó sobre la cabeza. Se terminaron de vestir y salieron al pasillo. Hans y Sofía estaban allí sentados, algo apesadumbrados. La joven sollozaba y oyeron que Hans hablaba con ella.

                -Venga So, ya vale de jipiar. Sabías lo que había cuando empezó todo esto, pensaba que eras lo suficientemente madura como para soportarlo. Si no puedes entender que otras personas pueden hacerla feliz, deberías quedarte al margen. Solo vamos a estar aquí un par de semanas, se supone que veníamos a pasarlo bien, a ser felices.
                -No lo entiendes Hans. Estoy enamorada de ella. Tanto que me duele, mucho. No es algo que pueda controlar, o racionalizar. Ha pasado y punto. Prefería que tú te hubieras liado con ese perroflauta antes que ella, maldita sea. Me dolería menos.


                Henry y Cornelia se miraron, sin entender que un acto de amor desinteresado pudiera generar tanta tensión. Se acercaron a la pareja, ella decidida y él un tanto cohibido. Definitivamente no era así cómo esperaba pasar su “verano inolvidable”, pero estaba convencido de que aquellos recuerdos quedarían grabados en su memoria para siempre.