Juan paseaba intranquilo por las bulliciosas calles de la
ciudad, dejando que un pie arrastrara al otro por aquél enrevesado entramado de
asfalto y hormigón, perdiendo cuidado de los mundanos sonidos que ocupaban sus
oídos a cada instante. Indiferente ante todo lo que le rodeaba, seguía dándole
vueltas a sus propios pensamientos, sumido en un silencio que parecía
engullirlo todo.
Esa
misma mañana había recibido una llamada telefónica de un amigo que hacía años
que no veía. Paleontólogo de profesión, Miguel fue un joven y soñador muchacho
que Juan conoció en un congreso de biodiversidad en Sevilla, hacía ya más de
diez años. Sus ineludibles caminos los habían llevado a sentarse juntos en la
tercera fila de la ponencia de la Doctora Isabelle Crougbourt, una joven y
encantadora bióloga checa de madre francesa y padre alemán de ascendencia
escocesa, con la que Juan había tenido una aventura durante su año de Erasmus
en Edimburgo. La historia, aunque fue bonita, no terminó demasiado bien, debido
a un contagio de gonorrea. Mientras Juan rememoraba con sombría ensoñación el
cuerpo desnudo de Isabelle, Miguel le contaba que esperaba hacer algún día un
descubrimiento que sacudiera los cimientos de la biología moderna.
Juan no
podía haberle hecho menos caso, y sin embargo, aquella llamada de algún modo
había reactivado su memoria a largo plazo, rescatando de las brumas del olvido
aquella conversación. Miguel había descubierto un fósil de alguna especie
desconocida de marsupial en un yacimiento en las afueras de Praga. Era una
noticia inquietante porque hasta la fecha, no se tenía constancia de ninguna
especie marsupial que hubiera residido en Europa. Como biólogo, Juan no podía
desoír aquella llamada, aunque no le hiciera especial ilusión volar a Praga.
Dos
días después, su avión aterrizaba sin contratiempos en el Aeropuerto Václav
Havel de Praga. No le sorprendió en absoluto encontrar a Isabelle Crougbourt
junto a Miguel, esperando su llegada a la capital checa. Sabía que se habían
casado hacía cinco años, poco después de que Miguel fuera a la "Univerzita
Karlova" a intentar terminar su doctorado. Recordaba a aquél crío de
apenas veinte años que había conocido en Sevilla, y cómo se había dejado
enredar por la fuerza que Isabelle transmitía en sus discursos. Había estado
enamorado de ella desde entonces, pero esa, es otra historia.
Juan
estaba cansado del vuelo, habían sido casi tres horas de viaje, pero él se
sentía totalmente agotado, así que convenció al feliz matrimonio para que lo
llevaran a una cafetería a reponer energía. Cuando se adentraron en la
cafetería preferida de Isabelle, un extraño lienzo de aire bucólico llamó la
atención de Juan. Era una pintura sencilla, un hombre se resguardaba a la
sombra de un árbol, mientras una mujer llegaba con una cesta con algo de fruta.
Le recordaba a las veces que de niño había ayudado a su abuelo en el campo, y
cómo su abuela salía a media tarde cuando ellos buscaban la sombra como una
persona sedienta busca el agua, y les llevaba algo de fruta fresca para comer.
Le sorprendió
ver que casi todo el mundo fumaba en aquél local, en el que estuvieron
charlando de cosas intrascendentes casi dos horas. Las risas se llevaron la
tensión, y la ansiedad que había anidado en el corazón de Juan al estar junto a
Isabelle sin poder hacerla suya parecía que por fin había alzado el vuelo y se
había perdido en el horizonte.
O eso
pensaba él, porque cuando Miguel se excusó para ir al servicio, Isabelle
consiguió que un gesto tan simple como sacudir la ceniza del cigarrillo que
estaba fumando resultara tan sumamente sensual que Juan sintió como todo su
mundo se venía lentamente abajo. Alzó la vista y se perdió para siempre en
aquél azul celeste con destellos dorados que resplandecía con más fuerza que
cualquier amanecer...