domingo, 22 de diciembre de 2019

Ambar de Medianoche


            Era pasada medianoche y el sueño todavía no hacía acto de presencia. Había sido un día tranquilo, casi aburrido, y todo lo que le esperaba el día siguiente era una monótona repetición. Todo el mundo tenía planes y mil cosas que hacer, pero a ella no le apetecía aguantar filas e ir  sitios concurridos ahora que por fin tenía un par de días libres. Llevaba tiempo pensando en retomar su práctica del violín, pero tan solo se sabía alguna de las canciones que le enseñaron en el conservatorio y no le apetecía tener que “aprender” nuevas melodías. ¡Ojalá no lo hubiera dejado en su momento! Así ahora sería capaz de improvisar y no le costaría tanto esfuerzo retomarlo. Si tan sólo…

              Se despertó sudorosa y sin recordar haberse quedado dormida. No sabía cuánto tiempo habría pasado. ¿Había llegado a dormir algo? Un ruido sordo la había hecho saltar de la cama. La parte de ella que se encontraba más despierta quería encontrar el origen de aquél ruido. La parte que seguía dormitando no quería despertarse. Una pugna interna que se manifestaba en gruñido y quejidos y en la que la parte consciente se llevó el gato al agua. Se encaminó al baño para darse unas rápidas friegas en la cara para terminar de espabilarse y rápidamente dio una vuelta por el piso. Todo estaba en su lugar, no fue capaz de encontrar nada extraño, pero justo cuando había decidido volver a la cama, aquél misterioso sonido volvió a escucharse en la quietud de la noche.

-          ¿Quién anda ahí? – preguntó, temerosa de obtener respuesta, mientras agarraba una raqueta con ambas manos, casi haciéndose daño de lo fuerte que apretaba. –No hay nada de valor en la casa, pero hoy no estoy de humor para bromas. Más te vale salir por dónde quiera que hayas entrado.

El silencio fue su respuesta. Nada podía escucharse en aquella terrible oscuridad. Por no escuchar, no escuchaba ni siquiera los repetitivos sonidos de los electrodomésticos. De hecho, aquél misterioso silencio todavía la incomodaba más que pesar que alguien podía haber entrado en su piso. ¡Dios, la madre que los parió a todos! Aquello tenía que ser cosa del sueño, había dormido poco y su cerebro le estaba jugando malas pasadas. 

Mientras Elsa seguía en sus cábalas y sus agobios, un fogonazo de luz la cegó, a pesar de que trató de protegerse con las manos. Todos los sonidos de la noche volvieron de golpe, como si hubiera habido un filtro que acabaran de retirar. Pero algo más había aparecido con aquellos sonidos. Algo impensable, algo imposible: En su salón, envuelto en mantas y tumbado en el sofá, había un bebé. Un bebé de un color pálido, cuyos ojos ambarinos brillaban en la oscuridad. Aquellos ojos hipnóticos la llamaban, y ella se perdía en su inenarrable profundidad. En aquellos ojos se veía el brillo de las estrellas, el fulgor de los planetas, el calor del sol y el frío de las galaxias. Aquellos ojos contenían el universo, observaban sin mirar y veían más allá de lo que cualquier persona querría ver.

El niño sonrió, y tras un nuevo fogonazo, se evaporó en volutas de humo. Pero aquella sensación que había sentido al mirarlo a los ojos seguía allí. No sabía quién, qué era, pero tenía que encontrarlo. Aquellos ojos eran su canto de sirena, y ella se sentía atraída sin remedio hacia aquel pozo sin fondo.