jueves, 6 de noviembre de 2014

Stray Cat

     Me levanté aturdido y quizá por eso no noté que había algo diferente. Algo en mí no era mío, o algo de mí no andaba bien, pero lo achaqué a la mala noche que había pasado y al extraño sueño que todavía retumbaba en mi cabeza, como un eco distante cuya fuente no puedes discernir. Me desperecé tranquilamente y me estiré como nunca imaginé que pudiera hacer. Me sentí más joven, lleno de energía y de cosas por hacer.
     Fue entonces cuando me di cuenta de que algo no marchaba como debiera. Al echar a andar me di cuenta de que no tenía dos piernas, sino cuatro patas. Obviamente no tenía manos, así que no pude repetir aquél gesto de exasperación que tanto repetía cuando tenía que pensar detenidamente. Mierda, si ni siquiera sabía sentarme. Lo primero que pensé es que estaba perdido en un sueño. Un sueño extrañamente vívido, pero no podía ser otra cosa...¿no? Así que traté de despertar, sin éxito, claro. Un pequeño sentimiento de pánico empezó a crecer dentro de mí, pero por el motivo que fuera, no consiguió asirse a los bordes de mi conciencia y desapareció tan rápido como apareció. 
   Cuando me hube tranquilizado algo más, me percaté de que, además del otro problema sin importancia que acababa de descubrir, tampoco estaba donde debía estar. De hecho no sabía dónde narices estaba. ¿Dónde demonios estaba? Bueno, tampoco era algo por lo que preocuparse. Al fin y al cabo estaba, y eso era lo más importante. El resto de cosas tenían solución, aunque fuera difícil y elaborada. Pero tampoco necesitaba una solución ahora. Había cosas más importantes que hacer. Como encontrar un poco de sol. Estaba helado, tenía frío, y eso sí que había que solucionarlo ya. Caminé... ¿anduve? bueno, troté como pude con mis cuatro cortas patas de un lado para otro. Parecía estar en un callejón oscuro de paredes altas, con un montón de contenedores de basura a medio llenar y un olor a podredumbre en el ambiente que hacía que mi nariz se encogiera con desagrado. Salí de allí con elegancia, dejando atrás las sombras para adentrarme en un mundo bañado por la luz.
     La luz brillante del sol me dañaba la vista, así que busqué un lugar iluminado pero cerca de un lugar ensombrecido. Estar en el borde suele ser más cómodo que estar de uno de los lados, sobre todo si no sabes cuál es tu lado de las cosas. Me tumbé de espaldas al sol, y dejé que me regara con su luz mientras cerraba los ojos y escuchaba los sonidos que había a mi alrededor. Oí el piar de los gorriones y me gruñeron las tripas. ¿Cuándo había comido por última vez? había sido ayer, ¿no? aunque no era capaz de recordar cual era la última comida que había tomado. El calor en mi espalda era tan relajante, tan placentero...

    Un ruido sordo hizo que saltara de mi divertida ensoñación, justo cuando estaba apunto de atrapar a aquél maldito ratón. Dish. Notaba que el frío se agarraba a mi piel con su gélida mano, y me pregunté cuánto tiempo haría que estaba tumbado a la sombra. De hecho era de noche, así que habría estado allí un buen rato. ¿Por qué estaba pensando esto? Ah, sí, el ruido. Había escuchado algo extraño que me había llevado de vuelta al mundo de los seres conscientes. Ni si quiera recordaba cómo había sido ese ruido, ni si había sido un ruido exactamente. Así que no había modo de saber qué podía haber pasado, genial. Bueno, pues dejaría de prestar atención a aquél asunto sin importancia y me dedicaría a buscar una solución para lo que me preocupaba en ese momento: estaba hambriento. Ahora no escuchaba el piar de los gorriones, así que no estaba seguro de dónde estarían. Quizá en un árbol. Sí, era un buen sitio para empezar, buscaría un árbol y treparía a él, y con suerte encontraría un...
     Acababa de dejar lo que estaba haciendo para perseguir una pelota, genial. Y para colmo, cuando puse mi diminuta garra encima de la pelota, las uñas se me habían torcido y me había dado asco. Y aquella pelota asquerosa olía fatal. Lo mejor sería volver al árbol. 
     Cuando me acercaba al árbol, un movimiento sospechoso casi fuera de mi campo de visión me llamó la atención. Algo había brillado allí, algo rojizo, me había parecido. Cuando traté de enfocar mi vista un poco más, no vi nada. Al final de la calle, doblando la esquina, creí vislumbrar algo. Me  había parecido un rabo. Si había un rabo, habría un gato. Quizá fuera un gato simpático que me contara algo más de aquél lugar en el que estaba...

jueves, 23 de octubre de 2014

Ero y Tika

     Avanzó cabizbajo, meditando en sus problemas habituales: estaba a mitad de mes y apenas le quedaba dinero para comprar comida, las facturas seguían ahogándole y su monótona vida no arrojaba luz en ningún punto. Resumiendo, estaba triste. Sólo una distracción amenizaba sus grises días y sus oscuras noches: su ardiente compañera.
     Todos los días llegaba a casa agotado del trabajo, pero cada día le esperaba un nuevo desafío al atravesar el umbral. Hoy, ella le había dejado su minúsculo tanga colgado del picaporte. No había mensaje, no había nada que indicara cuál era su intención, pero semejante hallazgo sirvió para infundirle nuevas fuerzas a su cansado cuerpo. Intuyendo un apasionado juego, se dejó vagar por su casa, buscando con denuedo a la dueña de aquél pequeño trozo de tela.

     La verdad es que no le llevó mucho tiempo, porque vivían en un diminuto piso en el casco histórico, así que no había demasiados escondites, y aunque su compañera era una maestra en el arte del disimulo y las sombras, no le llevó más de cinco minutos encontrarla escondida en uno de los armarios. Había dejado pistas falsas, como espacios en las cortinas que parecían ocultar a una persona, e incluso había movido los sofás para que pareciera que estaba detrás, pero su cándido amor no era tan ingenuo como ella creía y no se dejó engañar por semejantes triquiñuelas.
     Ahora bien, aunque él era un joven listo y esperaba encontrarse una escena sugerente, nada le preparó para lo que le esperaba en aquél lado de la madriguera: Su "Alicia" llevaba unas medias blancas, casi transparentes, encajadas en un precioso liguero a juego y un corsé. A parte de eso, tan sólo una sonrisa juguetona cubría su desnudez. Pícara, le hizo un gesto indefinido a su compañero que se había quedado sumido en un éxtasis que le impedía reaccionar. En su interior, el amor incondicional por aquella preciosa mujer pugnaba con el deseo más primordial que albergaba su ser. Una dura batalla que erigió sólo un vencedor que sería el que tendría que ascender al monte de la victoria, atravesando el bosque del deseo perdido.


     Él la levantó y ella se dejó hacer, ella le besó y él se dejo llevar. Antes de darse cuenta, un torbellino de sensaciones los recorría, mientras las manos de él y los labios de ella recorrían el cuerpo de su amante, con un ansia primigenia que no podrían detener hasta satisfacer por completo. Sus manos recorrieron con delicadeza su cuerpo lleno de curvas, enredándose en su pelo mientras la besaba, para terminar acariciando su delicado cuello y descendiendo por la preciosa curva de su espalda. Al llegar al trasero de su hermosa compañera, sus manos dejaron atrás sin disimulo su delicadeza para dejar paso a una necesidad. Mientras sus manos la atraían para sí, apretando con fiereza, sus bocas se enredaban todavía más, como si cada uno necesitara respirar la esencia del otro. Sus caderas bailaban un ritmo distinto al de sus corazones, que corrían desbocados. Mientras sus corazones pugnaban por salir atropellados de sus pechos, los besos de ella recorrieron el cuello de su tierno acompañante. Como una danza ensayada, ella le besaba mientras él la recorría. Ella necesitaba demostrarle que lo necesitaba, y lo hacía besándole el cuello, el lóbulo de la oreja, e incluso mordisqueándole, juguetona, mientras dejaba escapar algún gemido. Sabía que eso sólo era leña que añadir al fuego, pero a ella le gustaba el fuego intenso y no le preocupaba quemarse...

martes, 9 de septiembre de 2014

Mil Puertas

     Había mil puertas esperando ser abiertas, o al menos miradas con anhelo. Querían ser usadas, no estar allí plantadas como el árbol que una vez fueron a la espera de que alguien les diera utilidad. Cada una de ellas tenía sus propios sueños y esperanzas. Algunas eran sinceras, mientras que otras eran traicioneras y algunas tan sólo eran juguetonas. Ninguna característica las diferenciaba, y cualquiera que llegara allí no sabría a qué atenerse. Un verdadero salto de fe a un destino incierto.

     Sheerly había salido temprano de casa, mientras su compañera de piso se daba una ducha. Ella odiaba bañarse, hasta el punto que la mera idea de hacerlo le provocaba un tenso temblor en todo el cuerpo. Pero su compañera lo adoraba. De hecho, pasaba tanto tiempo en el agua que era extraño que no le hubieran nacido agallas de repente. Estas y otras cosas pasaban por su mente mientras Sheerly paseaba ágilmente por el vecindario, sin llamar la atención de nadie, casi como si fuera un fantasma. Casi cuando había salido del pueblo y una inmensa emoción empezaba a brotar de su corazón, un perro la descubrió y empezó a ladrar. La ubicó al instante y empezó a perseguirla, ávido de algo más útil que hacer que estar tumbado al sol o perseguir palomas.
     Sheerly, que tenía pánico a los cánidos, corrió por su vida, como tantas otras veces. Ésta, sin embargo, tuvo bastante suerte porque no estaba demasiado lejos del linde del bosque, al cual pudo llegar sin cansarse demasiado. Una vez allí, decidió que lo más sensato sería trepar a un árbol y esperar que el cuidador del perro hiciera su trabajo. Con gracilidad y sin esfuerzo, subió por el tronco del árbol y se agarró a una gruesa rama que estaba a unos seis metros del suelo. Como no tenía prisa, se sentó. No pensaba estar allí parada demasiado tiempo.

      Una voz deshizo el silencio que se había entretejido alrededor del árbol:

-Kuco, ¿dónde demonios te has metido? -En la voz del panadero se podía notar un tono de mando, se notaba que era el alfa- Ven aquí chico, ¡vamos!
     El perro, que en ese momento estaba olfateando su propia orina, alzó la cabeza y sus orejas se pusieron de punta en un instante, tratando de predecir la ubicación de su cuidador. En cuanto supo dónde estaba arrancó a correr y se alejó del árbol, como si hubiera olvidado qué lo había arrastrado hasta allí.
    Un par de minutos después, Sheerly se desperezó con elegancia y bajó del árbol sin mucho cuidado. Entonces reanudó su marcha, adentrándose en el bosque.

     Algún tiempo atrás, en uno de sus fugaces paseos, había descubierto un extraño cementerio. En mitad del bosque, en un aireado claro, había unas extrañas construcciones de piedra que parecían ser muy antiguas. Buscando alguna entrada, descubrió una abertura diminuta por la que se metió sin mucho cuidado, como hacía siempre. Su curiosidad estaba mucho más afilada que su sentido común, y su instinto la había ayudado a evitar tensas situaciones de las que no pudiera salir hasta entonces, así que tampoco se preocupaba mucho.
    Tras arrastrarse por un túnel durante un buen rato, encontró una enorme sala extrañamente iluminada. En aquella habitación no había ventanas, tan solo unos extraños agujeros en el techo por los que manaba la luz. Lo que sí había, y en una cantidad anormal, eran puertas. Había puertas en todos los lugares. Puertas de distintas formas y tamaños. Puertas rotas, puertas nuevas. Puertas.


      Una vez más, la curiosidad de Sheerly la empujó a investigar aquella estancia, así que se acercó a varias puertas, aunque no se decidió por abrir ninguna, porque ninguna le llamaba la atención. Entonces, cuando el aburrimiento empezó a hacer mella en ella, encontró una puerta azul con unos garabatos que desprendían un brillo blanquecino. Era esa, tenía que abrirla. Sólo tenía un problema: la puerta medía más de doce pies y era sólida y gruesa. Y ella era una gata que no llegaba siquiera al picaporte.

jueves, 7 de agosto de 2014

Hado

    La primera vez que la vi, llevaba un vestido blanco con un cinturón dorado a juego y una magnífica sonrisa. Ni siquiera se fijó en mí, un chico normal y corriente, que a su lado parecía vestirse con harapos. No, su risueña mirada fue a perderse en el horizonte, quizá en la fantasía de algún amor imposible, o de un futuro lejano. Su pelo ondeaba al viento como una bandera mecida por la caricia del cielo, y su mano jugueteaba a recorrer los eróticos contornos de sus labios. Mientras la observaba y embebía su aroma, notaba como caía presa de su embrujo. Sería suyo para siempre, aunque ella no sabía que yo existía. Tampoco sabía si volvería a verla, aunque lo deseaba con cada fibra de mi cuerpo, con cada micra de mi mente, con cada hilo de mi alma.
     Durante días cogí el mismo autobús, ansiando verla más que cualquier otra cosa. Vivía cada día para subir a aquél vehículo a las siete de la tarde, soñando cada noche con su rostro. Oh, amor, qué cruel eres. Hiciste que el tiempo desapareciera y que descuidara tantas cosas... pero al final la olvidé. La olvidé todo lo que se puede olvidar a alguien a quién sueñas cada noche de tu vida durante meses y meses sin descanso. Dejé de pensar en ella poco a poco: Primero fueron sueños perdidos sin hallarla; después días enteros sin encontrarla vagando por mi mente; la siguieron tardes sin montar en autobús y finalmente se evaporó de mi memoria.

     Había dejado de perder el tiempo forzando algo imposible, forjando un futuro inexistente en un destino que me escapa, para empezar a trabajar en mi presente. Mis días se hicieron más largos. Entrenaba mañana y tarde. Llevaba mi cuerpo al límite cada jornada, hasta que tan sólo podía pensar en el dolor que sentía. Pasaron las estaciones y dejó de doler. Volaron lunas y lunas y empecé incluso a disfrutar de aquella sensación de estar dando todo lo que tenía haciendo algo que me gustaba. Entré en el cuerpo de bomberos tras años de sacrificio, pero mereció la pena. Al menos, hasta aquél día.

      Somnoliento como estaba, me costó darme cuenta de que lo que escuchaba era la alarma de incendios del móvil. Me llamaban porque había trabajo que hacer. Con torpeza y más lentitud de la que me gustaría reconocer, me calé la camiseta por la cabeza y traté de ponerme los pantalones a la vez. Error. Acabé en el sofá en una incómoda e inexplicable posición. Maldije mi coordinación en silencio y seguí a lo mío.
      Cuando llegué allí, el equipo ya estaba sofocando las lenguas de fuego que salían por la ventana norte del edificio de cuatro plantas. Al parecer todavía quedaba alguien dentro, así que sin pensarlo mucho me puse el traje ignífugo y me adentré en el infierno. Allí tras cada puerta podía estar esperándome mi peor enemigo, pero no había tiempo, el edificio estaba muy dañado y podía venirse abajo en cualquier momento. El reloj corría en mi contra, pero el fuego me hablaba. Me indicaba por dónde tenía que cruzar y cuándo tenía que parar. Así que no tardé demasiado en llegar a una habitación sitiada por las llamas. La puerta estaba atascada y se oían sollozos al otro lado, así que saqué mi hacha lo más rápido que pude. El sudor me perlaba la frente y escurría por mis ojos, pero no podía perder un instante más. Golpe a golpe la puerta cedía. Sollozo a sollozo, una vida huía.
       Una vez al otro lado, mientras el humo escapaba por la puerta abatida, pude ver con dificultad un bulto en el suelo al otro lado de la sala. Me acerqué y lo cargué con cuidado. Se movía en lentas convulsiones, mientras lloraba. Por el sonido y el peso, tenía que ser una mujer joven, pero aquello no importaba demasiado, fuera quién fuese, tenía que sacarla de allí.
      No sin problemas, conseguí desandar el camino que había recorrido para llegar hasta aquella perdida habitación. Casi al final un fuerte ruido me pilló por sorpresa. Era quedo, pero noté las vibraciones en las piernas y antes de girarme para identificar de dónde provenía ya sabía qué era. Podía ver la puerta, pero no podría llegar hasta ella. Mierda, estaba tan cerca...
      Lo único que pude hacer fue tumbarme sobre ella, creando un espacio hueco entre su cuerpo y el mío, para que absorbiera el golpe. Apenas un segundo más tarde el techó cayó sobre mi espalda y me desplomé sobre la joven muchacha. Conservé la consciencia de milagro el tiempo suficiente para ver cómo mis compañeros se acercaban a socorrernos y nos sacaban de allí en volandas.

       Todo era un poco borroso, pero mientras estaba en la camilla vi cómo alguien se acercaba a mí. Era una mujer preciosa que llevaba un vestido blanco ennegrecido por el humo. Tenía los ojos rojos de haber llorado, pero ahora parecía estar conteniéndose. Juraría que me decía algo, aunque no podía escucharla. Levantó sus brazos y tomó mi mano entre las suyas. Lo sé porque lo vi, pero no notaba absolutamente nada, salvo un fuerte dolor en el costado izquierdo. Bajé la mirada, y entonces me di cuenta: La viga de madera se había astillado y un trozo bastante grande me atravesaba el abdomen. No tenía buena pinta. La mujer llevó su mano derecha a mi cara y me besó en los labios. Entonces algo en mi mente encajó. Recordé su sonrisa en aquél lejano autobús, y cerré los ojos. No hubo más dolor.

martes, 15 de julio de 2014

Instinto

           El corazón de Alicia seguía bombeando sangre a un ritmo frenético. Sus ojos se movían de sombra en sombra, de árbol en árbol. Sus sentidos estaban estirándose más que nunca, y aterrada como estaba era capaz de ver, oír e incluso oler cosas que jamás habría imaginado. Se había caído por lo menos cuatro veces, ¿o habían sido más?, no importa, no era capaz de recordarlo. Lo único que importaba era seguir corriendo, salir de allí lo más rápido posible. No era capaz de decir cuánto tiempo llevaba corriendo, pero sentía como si siguiera en el corazón del Bosque de las Ánimas. Se estremecía sólo de pensar en aquella visión de otro mundo, al rememorar aquél sonido aterrador que le había helado la sangre. Estaba perdida pero era incapaz de detenerse, todavía escuchaba el suave sonido que emitían sus perseguidoras. Con lágrimas resbalándole por las mejillas, recordaba cómo había empezado su pesadilla.
          Cuándo había iniciado su reto, Alicia era toda confianza. Con un puntito de arrogancia incluso. Nada la alteraba, y parecía como si su centro del miedo estuviera desconectado, peor incluso, como si toda su capacidad de sentir alguna emoción hubiera muerto en aquél trágico accidente. Dedicó a sus amigos una mirada desdeñosa desde la entrada del bosque, casi como si le dieran pena, y les dio la espalda. Parecía haber pasado toda una vida desde aquél momento.  Anduvo durante más de media hora siguiendo aquella senda, flanqueada por altas hayas que la vigilaban desde lo alto, silenciosas, como jueces imparciales en aquella jugarreta del destino.
         Cuando Alicia empezó a jadear a causa del esfuerzo que le estaba costando subir aquella pendiente, se dio cuenta que escuchaba otro sonido entre la cadencia de su respiración. Al principio no le dio importancia porque no supo qué era, pero cuándo lo descubrió, un escalofrío recorrió su columna como un rayo: Era el llanto de un bebé, amortiguado por la voz de un grupo de personas que parecía estar salmodiando. Unos extraños destellos se filtraban entre la frondosa capa de árboles, y aunque Ali estaba aterrada y sabía que tenía que darse la vuelta y huir de allí lo más rápido posible, una fuerza ajena, primordial, tiró de ella hacia el origen de aquél sonido, a través del hayedo. Durante unos minutos que se le hicieron eternos, no escuchaba otra cosa que aquél llanto, que cada vez oía con mayor nitidez. Cuando los árboles empezaron a estar algo más dispersos, Alicia, por instinto, se agachó y empezó a acercarse con más cuidado, muy despacio y tratando de hacer el menor ruido posible. Finalmente, cuando rebasó la última línea de hayas, la imagen que tuvo frente a los ojos le impactó con tanta fuerza que  casi se sintió de nuevo en el coche con su prometido. De hecho, hubiera jurado que sentía la mano de Fran apretando con fuerza su mano izquierda. Lloró.
       Las lágrimas no la dejaban ver con claridad, pero frente a ella había una alta hoguera de fuego con tonos verdes y azules, rodeada por un grupo de mujeres envueltas en túnicas que las cubrían casi por completo. Tan sólo algunos mechones de pelo escapaban de las capuchas oscuras que ocultaban sus rostros, que parecían absorber toda la luz del ambiente. Esas personas estaban cantando algo en un idioma que Alicia no entendía, pero no tuvo tiempo para tratar de entenderlas, porque lo que vio a continuación hizo que cayera sobre sus rodillas y vomitara lo poco que había cenado. Aquello era una llamada de su instinto, que le avisaba que algo no iba bien. Pero Alicia era demasiado racional cómo para escuchar a su instinto, tenía que comprender, aunque algo en lo más profundo de su alma le gritara que cuando tuviera las respuestas que buscaba, sería demasiado tarde.
         Una mano helada la envolvió por completo cuando vio al niño que había oído llorar durante los últimos minutos. Estaba tumbado en una especie de altar, adornado con figuras y símbolos que no reconocía. Creyó ver dos calaveras, una humana y una de cabra, pero no estaba segura, pues el niño acaparaba su atención, desnudo como estaba en aquella noche helada. El niño, y la mujer de la túnica oscura que se acercaba a él, con un brillo extraño entre las manos que captó la mirada de Alicia de inmediato. El objeto, que parecía ser metálico, brillaba reflejando las llamas tétricas que nacían en la hoguera, pero cuándo la mujer lo alzó con ambas manos por encima de su blanquecino rostro, el cerebro de Ali reaccionó: conocía a aquella mujer. Era la directora del instituto en el que había estudiado de niña, ¿qué diablos hacía con aquella gente, en aquél lugar, la noche de los muertos en el Bosque de las Ánimas? ¿Y por qué demonios tenían a aquél niño desnudo en un extraño altar frente al fuego mientras canturreaban? ¿Y qué narices era aquél obje... Descubrió las respuestas en un súbito momento de lucidez, y lo siguiente que se escuchó en aquél bosque fue un grito desgarrador que rompió el silencio e hizo que los muertos se revolvieran en sus tumbas. 

viernes, 9 de mayo de 2014

El Sueño de Kira

                Kira abrió los ojos sobresaltada y cubierta de un sudor frío. Su cuerpo temblaba sin que ella pudiera evitarlo, el sueño que acababa de tener había sido tan vívido que todavía sentía cómo aquella fría y pútrida mano se enroscaba en su muñeca. Su vista todavía no se había adaptado a la reinante oscuridad y su respiración seguía siendo irregular. Aquél sueño había empezando siendo inocente, algo más o menos normal, fruto de la suma del inconsciente y el cansancio acumulado, pero a medida que avanzaba por aquellas calles brumosas, había ido tornándose más oscuro y bizarro.
                Soñó que caía, como Alicia, y que se levantaba cubierta de rasguños y algo desorientada, pero estaba en una ciudad. Bueno, más exactamente parecía estar en un barrio de mala muerte, con callejones estrechos y una densa niebla que le impedía orientarse mejor. Oía cuchicheos aquí y allá, e incluso le pareció oír el repiqueteo que producían las patitas de las ratas al avanzar por el asfalto húmedo, serpenteando entre la basura. Extrañamente, aquello no la alteró. Era vagamente consciente de que era un sueño, y de que aquellos inmundos y minúsculos animales no se acercarían a ella si ella no se acercaba a ellos. Miró alrededor y vio una silueta más allá de la niebla. No estaba segura de lo que debía hacer, pero ella nunca había sido de las que pensaban mucho las cosas, así que avanzó en pos de aquella misteriosa figura. Seguramente sería un camello, oculto en una esquina para trapichear con sustancias prohibidas. No le importaba mucho, con un poco de suerte podría obtener algo de información.
                Atravesó al última capa de aquella pegajosa niebla, que parecía adherirse a ella como si fuera la tela de una araña, pensamiento que, por cierto, la hizo estremecer, y se plantó frente a aquella extraña silueta. Tras observarla mejor, sintió una mezcla de pánico y decepción: no era una persona, sino un payaso de plástico de metro setenta, descolorido y lleno de agujeros, tantos, que parecía imposible que se mantuviera erguido. Mientras se acercaba a él para inspeccionar los agujeros de cerca, no se percató de que algo se movía detrás de ella, y no oyó el quedo ruido que producían los pasos que se acercaban. La cadencia tranquila y pausada de aquél andar la habría puesto nerviosa. Nada se movía con tanta calma en la oscuridad, nada poseía esa seguridad en un lugar tan peligroso, a no ser que...
               
                Kira estaba estirando su brazo derecho hacia el payaso que seguía inmóvil, observando con ojos que no veían cómo aquella joven intentaba descubrir sus secretos, cuando algo se posó en su hombro izquierdo. Gritó. Saltó hacia el payaso, tratando de aumentar la distancia entre ella y lo que fuera que la había tocado mientras volvía a gritar. Parecía una histérica y se sentía mal por haber dejado que aquella... cosa la cogiera desprevenida, pero no podía hacer nada más que gritar y maldecirse a sí misma. Le costó más tiempo de lo que le hubiera gustado serenarse y enfocar la vista, pero finalmente lo vio. Allí, frente a ella, al otro lado del payaso. Como si siempre hubiera estado allí plantado, esperándola. Las preguntas se arremolinaban en su cabeza  y morían en sus labios, aunque podían adivinarse en sus ojos.


- ¿Pero qué c... - Fue todo lo que la atónita Kira fue capaz de articular.

lunes, 10 de marzo de 2014

Palabras Que Forman Historias Tres: Marsupial, Bucólico, Ceniza, Gonorrea, Paleontólogo e Indiferente.

              Juan paseaba intranquilo por las bulliciosas calles de la ciudad, dejando que un pie arrastrara al otro por aquél enrevesado entramado de asfalto y hormigón, perdiendo cuidado de los mundanos sonidos que ocupaban sus oídos a cada instante. Indiferente ante todo lo que le rodeaba, seguía dándole vueltas a sus propios pensamientos, sumido en un silencio que parecía engullirlo todo.
                Esa misma mañana había recibido una llamada telefónica de un amigo que hacía años que no veía. Paleontólogo de profesión, Miguel fue un joven y soñador muchacho que Juan conoció en un congreso de biodiversidad en Sevilla, hacía ya más de diez años. Sus ineludibles caminos los habían llevado a sentarse juntos en la tercera fila de la ponencia de la Doctora Isabelle Crougbourt, una joven y encantadora bióloga checa de madre francesa y padre alemán de ascendencia escocesa, con la que Juan había tenido una aventura durante su año de Erasmus en Edimburgo. La historia, aunque fue bonita, no terminó demasiado bien, debido a un contagio de gonorrea. Mientras Juan rememoraba con sombría ensoñación el cuerpo desnudo de Isabelle, Miguel le contaba que esperaba hacer algún día un descubrimiento que sacudiera los cimientos de la biología moderna.
                Juan no podía haberle hecho menos caso, y sin embargo, aquella llamada de algún modo había reactivado su memoria a largo plazo, rescatando de las brumas del olvido aquella conversación. Miguel había descubierto un fósil de alguna especie desconocida de marsupial en un yacimiento en las afueras de Praga. Era una noticia inquietante porque hasta la fecha, no se tenía constancia de ninguna especie marsupial que hubiera residido en Europa. Como biólogo, Juan no podía desoír aquella llamada, aunque no le hiciera especial ilusión volar a Praga.
              
                 Dos días después, su avión aterrizaba sin contratiempos en el Aeropuerto Václav Havel de Praga. No le sorprendió en absoluto encontrar a Isabelle Crougbourt junto a Miguel, esperando su llegada a la capital checa. Sabía que se habían casado hacía cinco años, poco después de que Miguel fuera a la "Univerzita Karlova" a intentar terminar su doctorado. Recordaba a aquél crío de apenas veinte años que había conocido en Sevilla, y cómo se había dejado enredar por la fuerza que Isabelle transmitía en sus discursos. Había estado enamorado de ella desde entonces, pero esa, es otra historia.
                Juan estaba cansado del vuelo, habían sido casi tres horas de viaje, pero él se sentía totalmente agotado, así que convenció al feliz matrimonio para que lo llevaran a una cafetería a reponer energía. Cuando se adentraron en la cafetería preferida de Isabelle, un extraño lienzo de aire bucólico llamó la atención de Juan. Era una pintura sencilla, un hombre se resguardaba a la sombra de un árbol, mientras una mujer llegaba con una cesta con algo de fruta. Le recordaba a las veces que de niño había ayudado a su abuelo en el campo, y cómo su abuela salía a media tarde cuando ellos buscaban la sombra como una persona sedienta busca el agua, y les llevaba algo de fruta fresca para comer.
                Le sorprendió ver que casi todo el mundo fumaba en aquél local, en el que estuvieron charlando de cosas intrascendentes casi dos horas. Las risas se llevaron la tensión, y la ansiedad que había anidado en el corazón de Juan al estar junto a Isabelle sin poder hacerla suya parecía que por fin había alzado el vuelo y se había perdido en el horizonte.

                O eso pensaba él, porque cuando Miguel se excusó para ir al servicio, Isabelle consiguió que un gesto tan simple como sacudir la ceniza del cigarrillo que estaba fumando resultara tan sumamente sensual que Juan sintió como todo su mundo se venía lentamente abajo. Alzó la vista y se perdió para siempre en aquél azul celeste con destellos dorados que resplandecía con más fuerza que cualquier amanecer...

miércoles, 29 de enero de 2014

El Bosque de las Hadas

          Una suave melodía flotaba en el aire, etérea y pura.  Sonidos vacuos la interrumpían con una cadencia monótona, repetitiva, cansina. Casi parecía ser el golpeteo incesante de una piedra contra el tronco firme de cualquier roble de los que poblaban el tupido bosque. En aquella espesura era difícil encontrar un camino, y más ahora, después de las recientes lluvias de las últimas semanas, que habían hecho crecer todo tipo de maleza. Los zarcillos se alzaban aferrándose a todo lo que tenían alrededor, cubriéndolo todo y dando un aspecto de lo más tétrico a aquél lugar.
           Aún así, la joven muchacha no perdió el aliento, y seguía adelante con una fuerza y una determinación encomiables, a pesar de los muchos arañazos que ahora marcaban sus pantorrillas.  Unos minutos antes, no sabría decir cuántos, había escuchado un grito mientras iba caminando por una senda que bordeaba aquél bosque de robles. Dubitativa, dirigió una tensa mirada al bosque, evaluándolo, juzgando si merecía la pena adentrarse en aquél lugar de viejas y sombrías leyendas, o si era preferible hacer como que no había oído nada. Un segundo aullido, más agudo y apremiante sucedió al primero, y un tercero se escuchó no mucho después. Resignada, exhaló el aire en una lenta vaharada y se adentró en el bosque.
        Había pasado un buen rato desde aquél primer grito, y Sofía empezaba a dudar si había sido un auténtico chillido de terror pidiendo auxilio, o una estratagema para conseguir que se adentrara sola en el bosque. Durante años, su abuela siempre le contó la misma leyenda sobre aquél lugar cuando la acostaba en la cama, y ella aún la recordaba como una aburrida letanía:

          "Hace muchos años, en el Bosque de las Hadas, qué es como se llamaba al viejo bosque de robles que hay en las afueras del pueblo, vivía una vieja mujer a la que llamaban la bruja de las hadas. Al parecer no era de por aquí, y una noche en la que el bosque estaba en llamas y la gente del pueblo fue a apagar el fuego, la encontraron, desmayada en medio de un círculo de fuego. Las lenguas ígneas parecían consumirlo todo, salvo aquél pequeño círculo, dónde el naranja ocaso daba paso al azul celeste. Cuando los aldeanos hubieron extinguido el fuego, los ojos de la mujer se abrieron de par en par. Parecía estar aterrada y repetía un nombre: Emilio.
             Ella tendría unos treinta años en aquél entonces, y la describen como una hermosa mujer, curvilínea y con cabellos áureos que resbalaban sobre sus hombros para llegar hasta su cintura. Pese a la insistencia de los jóvenes de la aldea, y de algún aldeano no tan joven para que los acompañara al pueblo, la misteriosa mujer desechó todas las ofertas y se quedó viviendo allí en mitad de un bosque marchito, rodeada por cenizas y muerte. Con el tiempo, y la ayuda de los jóvenes que querían cortejarla a pesar de lo extraño de su aparición y de su edad, ya que todas las jóvenes se casaban como muy tarde a los veinte años en aquél entonces, construyó una especie de refugio en una cueva , con todas las comodidades que quién vive en un bosque podría encontrar: un lecho de hojas secas, unos tocones que formaban taburetes, y medio tronco recortado toscamente para hacer de mesa. Unos cuencos de barro le servían de platos y vasos, y la única herramienta que jamás poseyó fue una extraña navaja, con una magnífica empuñadura dorada y una hoja negra como el carbón.
            Con el tiempo, la gente fue aprendiendo cosas sobre ella: Su nombre era Clara. Era la joven hija de un mercader rico de un reino muy lejano, al Sur, cruzando el paso del Buey Tuerto. Había conocido a un joven llamado Emilio, un soldado que le había enseñado su lengua, por eso los entendía y podía comunicarse con ellos. Se enamoró del joven y mantuvieron el romance en secreto durante meses, hasta que su madre se enteró y la amenazó con contárselo a su padre. Aterrada, la joven fue a pedir auxilio a una buena amiga, una curandera, para que los ayudara a huir.
            Su amiga los citó en un bosque de hayas que había cerca de su casa a medianoche, la próxima luna llena. Se dio cuenta de su error demasiado tarde. Cuando llegaron al lugar acordado, un extraño círculo dibujado en el suelo con lo que parecía ser sangre de algún animal estaba dibujado en el centro del claro. Su amiga les dijo que eso formaba parte de un ritual ancestral para atraer la suerte antes de un peligroso viaje, pero la joven receló. Su amado, no obstante, pareció confiar en la curandera, así que siguieron sus órdenes. Una vez situados en el centro del círculo de sangre, la joven observó que el rostro de su amiga se desfiguraba en una mueca de odio y desprecio. Les confesó que había estado enamorada del joven todo el tiempo y que fue ella la que contó a la madre del joven que mantenían una relación secreta. Les dijo que si el hombre de sus sueños no podría estar con ella, tampoco estaría con Clara, y los maldijo. Entonces arrojó una pequeña tea al círculo y la sangre comenzó a arder,  formando altos muros de fuego de los que no podían huir de ninguna forma. Entonces juró que nada podría salvarlos y riendo en convulsas carcajadas, dio la espalda al hombre que amaba y a la mujer que había sido su mejor amiga y los dejó morir en un círculo de fuego eterno.
            En ese momento de terror, el rostro de Emilio parecía en paz, y Clara lo miró sin comprender. Él sonrió, y le dijo que en realidad era un ángel enviado a la tierra para encontrar al mensajero de Dios. Le pidió perdón por haberla engañado y la besó con ternura y delicadeza. Entonces se confesó. Confesó haber traicionado la voluntad de su señor al haberse enamorado de una mujer, pero dijo que no se sentía culpable, porque su padre le había enseñado a amar por encima de todo, como a todos sus hermanos. Confesó no haber sido capaz de llevar a cabo el designio divino y haber fallado en su misión. Entonces pidió un último favor a su padre: Cambiaría sus alas y su vida por las de Clara. Entonces Emilio miró a Clara y le pidió que cerrara los ojos. La última visión que Clara tuvo de su amado fue cómo las lágrimas resbalaban por sus mejillas y se precipitaban contra el suelo. Entonces perdió el conocimiento, y despertó más tarde en un círculo rodeado por extraños que hablaban como su amado.
             Cuando se despejó y fue capaz de pensar con claridad, se dijo que pasaría su vida tratando de encontrar un medio de comunicarse con Emilio, porque si era un ángel, dudaba que Dios lo hubiera matado como él pidió, para que ella pudiera sobrevivir. Así intentó comunicarse con los ángeles, con Dios o con cualquier cosa que hubiera en los alrededores. Empezó a hablar con las hadas que poblaban el bosque, y fue ampliando su círculo de amistades sobrenaturales, aunque nunca, en su larga vida, consiguió hablar con un ángel.
            Con el paso del tiempo, la gente la veía hablando sola, así que empezaron a rehuirla, e incluso empezaron a temer el bosque. Con cerca de cuarenta años, Clara salió del bosque persiguiendo a un joven que había ido a buscar una flor que sólo crecía en el corazón del bosque, para su amada. Clara le gritó que había destruido una casa de hadas y que las hadas lo matarían si no se alejaba del bosque para siempre. Como es normal, y nadie podía ver a las hadas, empezaron a temer a Clara, pensaban que estaba loca y que era peligrosa. Clara pasó los últimos años de su vida en soledad, y cuando murió, nadie la echó en falta, hasta que un niño de unos siete años les dijo a sus padres: He visto a la bruja de las hadas en sueños, me ha dicho que cuidemos el bosque por ella. Que algún día volverá con su ángel y vivirán en paz para siempre."

           Mientras recordaba la historia, Sofía no se había fijado en el camino, y ahora se sorprendió al ver que se hallaba frente a una cueva. La entrada a la cueva estaba cubierta por ramas de enredadera, que caían sobre la hendidura en la roca como una cortina que cubre una ventana. Pensó en las veces que se había adentrado en aquél bosque con sus amigos, intentando encontrar la cueva de Clara. Nunca habían encontrado ninguna cueva en aquél bosque, y ella pensaba que lo conocía como la palma de su mano. ¿Sería aquél el lugar que inspiró la leyenda de la bruja de las hadas? ¿Sería cierto que alguien había habitado en aquél lugar? Sofía ya se había olvidado del motivo que la había atraído hacia allí, y ahora su curiosidad palpitaba a toda prisa contra sus sienes, al ritmo de su desbocado corazón. Dos fuerzas tiraban de ella con la misma intensidad: Una la invitaba a avanzar, a descubrir qué secretos ocultaba aquél lugar; otra, más sensata, la animaba a darse la vuelta y alejarse de aquél lugar maldito, cuanto más rápido, mejor.
           Sin embargo, una tercera fuerza decidió por ella, cuando vio que una mano apartaba las ramas desde dentro. Una mano envuelta en un fantasmagórico halo azulado...