viernes, 17 de mayo de 2013

La Última Batalla



Una lluviosa tarde de Abril, Caín le explicaba divertido a su encinta esposa la historia de su nombre. Sus padres, que habían dejado de creer en la misericordia de Dios cuando falleció su primer hijo, Ernesto, a causa de una misteriosa enfermedad, decidieron darle una lección al mundo, poniéndole a su segundo hijo el segundo nombre más odiado de la religión cristiana, tan sólo por detrás de Judas. Lo hicieron movidos por una fe ciega en su hijo no-nato, una fe que les permitía ver en quién se iba a convertir con el paso del tiempo, una fe que demostraría que el destino de un hombre no depende de su religión o de su nombre, sino de su alma, y de la fuerza de sus convicciones y su determinación. Le contaba a su amada, casi avergonzado, que no sabía qué futuro habrían vislumbrado sus soñadores padres, y un brillo refulgía en sus verdes ojos misteriosos cuando confesaba que lamentaba que no fueran a tener la oportunidad de vivir ese futuro que habían vaticinado.

-          Tus padres te han visto crecer y convertirte en un hombre bueno, en un hombre justo que ayuda a quien lo necesita sin esperar nada a cambio –así trató de animarlo Elena, embarazada como estaba de ocho meses, con una sonrisa que iluminaría al cielo pese a que el embarazo le estaba costando todas sus fuerzas-. No conozco, ni conoceré a nadie que se parezca a ti, tan valiente y sabio. Ni tan apuesto –añadió mientras le besaba delicadamente los labios, a la vez que le lanzaba una pícara mirada llena de lascivos pensamientos-.
-          Ah, mi pobre y amada esposa –le contestó Caín en cuanto terminó aquel largo y apasionado beso, sonriendo absorto-, me alegro de que me veas con tu corazón y no con tus ojos, o nunca habrías accedido a casarte conmigo.

No pudieron Elena y Caín intercambiar muchas más carantoñas aquella triste tarde, pero lo hubieran hecho de haber sabido el futuro que les esperaba. Todavía estaban sus manos entrelazadas cuando alguien llamó a la puerta. Caín, preocupado, se levantó raudo a la vez que le dirigía una mirada arrepentida a Elena por tener que alejarse de su lado, aunque sólo fuera un instante. Él lo intuía. Intuía que no volvería vislumbrar aquella hermosa sonrisa, ni volvería a besar aquellos labios, o a acariciar aquél áureo cabello que resbalaba, bucle a bucle, sobre los hombros de ella, su Elena.
Cuando Caín alcanzó el umbral se detuvo y respiró hondo, mientras la mano izquierda asía el pomo, la diestra acariciaba distraída su acero. Sin perder mucho tiempo, preguntó quién les importunaba y qué asunto era tan importante como para molestarles en el día de descanso. Un sordo sonido gutural respondió sin mucha floritura una escueta frase como respuesta y Caín descorrió el cerrojo. Una inmensa figura atravesó el vano de la puerta y estrechó el antebrazo Caín a la vez que se cuadraba y hablaba rápidamente:

- Lo siento Capitán, sabe que no hay nada en este mundo que deteste más que interrumpir el tiempo que pasa usted con su esposa –se disculpaba el extraño caballero, mientras dirigía una suplicante mirada a Elena- pero ha sucedido algo, algo que requiere de su atención de manera inmediata –su amabilidad se esfumó mientras pronunciaba aquellas palabras y su rostro se endureció a una velocidad alarmante-. Incursores bárbaros han sido vistos en las montañas. Tres informes distintos, en distintas zonas, pero a la misma hora. Lo investigué antes de encaminarme a su casa, señor. Esto no me da buena espina.
            - Gracias por su prudencia y su esfuerzo, teniente Martínez, puede descansar –la altura de aquel inmenso individuo disminuyó al menos cinco centímetros tras aquella orden-. Imagino que se habrá encargado de organizar a la guardia y de preparar una partida de reconocimiento –Caín hizo una pausa, reflexionando sobre el tema. Él, con sus veintinueve inviernos, era el capitán más joven del ejército de su Majestad, y el único oficial del ejército temido fuera de sus fronteras por su inmaculada técnica de combate, su valor y su asombrosa capacidad estratégica-. No obstante intuyo que sería más prudente esperar y organizar una reunión táctica. Encárguese de que todos los miembros del escuadrón estén presentables en veinte minutos a las puertas de la ciudad. Temo que si enviamos a los oficiales de reconocimiento, sean emboscados. Es extraño que llevemos tanto tiempo sin conflictos y de repente se reporten tres visiones simultáneas en los alrededores de la villa. Muy sospechoso.

Martínez desapareció como el humo de una vela apoyada en el alféizar de la ventana de una torre en una ventosa tarde de otoño. Diez minutos después el “Escuadrón del Fénix Iridiscente” al completo se hallaba esperando la llegada de su capitán, al que los enemigos apodaban “el destructor de esperanzas”. En las numerosas campañas en que Caín había participado, jamás se había alejado de la batalla. Luchaba hombro con hombro con sus soldados, y acostumbraba a reprenderlos si le trataban con deferencia en la liza. Para él, sus hombres no eran peones, sino hermanos, y había sangrado numerosas veces para interceptar la negra guadaña de la muerte que se cernía sobre alguno de sus compañeros. Pero nunca había sangrado en exceso, pues su habilidad y rapidez eran tales, que sus enemigos palidecían en su presencia y sus estocadas parecían torpes y desatinadas.
El capitán Caín se enorgullecía de sus cicatrices, porque gracias a ellas, sus hombres no lo tenían por un Dios de la guerra, sino por un humano extraordinario, y eso les daba esperanzas y templaba sus corazones, ayudándoles a luchar con más valor del que creían poseer. Ningún soldado bajo su mando había retrocedido jamás ante el enemigo, y hay también quién afirma que incluso después de muertos ensartaban a sus enemigos con sus lanzas y estoques. Todos los días llegaban jóvenes a la villa, esperando ser admitidos en el escuadrón, movidos por su necesidad de ser útiles a su Corona y su deseo de servir bajo el mando del gran Caín.
Pero él siempre bromeaba con Elena sobre el tema, maravillándose de cómo podía ejercer aquella influencia tan desmedida por su capacidad de matar. En cierto modo se avergonzaba de no ser útil para otra cosa que no fuera la guerra, pero esos pensamientos lo acompañarían a la tumba, y su esposa nunca sabría el hondo pesar que afligía su corazón.
Cuando Caín llegó a las puertas de la villa, todavía faltaban cinco minutos para la reunión, pero él sabía que estaban todos reunidos sin necesidad de contarlos. Se le encogía el corazón de pensar que aquellos hombres morirían si él se lo pidiera, y que lo harían con una sonrisa en los labios y sintiéndose orgullosos de seguir sus órdenes. Caín saludó al escuadrón e hizo algunas preguntas para orientarse sobre los informes acerca de los avistamientos de bárbaros en la zona. Tal y como pensaba, los puntos en los que habían avistado a los incursores eran distantes entre sí, y cubrían buena parte de los terrenos de la villa. Era fácil que estuvieran organizando un sitio, y pensaran asaltar la villa a no mucho tardar.
El capitán Caín organizó las guardias de las murallas y convocó a los ciudadanos para evacuarlos por los pasajes subterráneos, y dio gracias de que aquella fuera la primera vez que los bárbaros iban a intentar atacar aquella villa, porque no tenían modo de conocer aquellos pasajes. Sin embargo, los Bárbaros estarían observando la ciudad y si todo el mundo desaparecía de repente, los buscarían y encontrarían merodeando por las montañas, sin posibilidad de huir o de defenderse.
No, desalojarían la villa y Caín y una parte de sus hombres tendrían que quedarse y defenderla como si no fuera una ciudad fantasma y carente de valor. Pero había un problema: el escuadrón estaba conformado por doscientos hombres, de los cuales más de la mitad acompañarían a los habitantes de la villa por el paso subterráneo, para mantener el orden, y protegerlos en el hipotético caso de que los descubrieran.
Como era de esperar, ni uno sólo de los miembros del Escuadrón del Fénix Iridiscente se ofreció voluntario para huir del combate. Todos querían quedarse y comprar tiempo para que la gente de la villa, sus familiares, sus amigos y los miembros de su escuadrón llegaran a salvo al próximo pueblo, aunque tuvieran que pagar ese tiempo con su sangre, en el mejor de los casos. Sería el capitán Caín el encargado de seleccionar los cuarenta soldados que habrían de defender el pueblo, pagando el más alto de los precios.

-Hermanos, no sabemos qué nos deparará el mañana, pero temo que hoy hemos de enfrentar la muerte. No sabemos cuántos bárbaros nos asediarán, ni cuándo comenzará el asedio, pero seguro que serán más de cuarenta. Eso significa que los que nos quedemos –en este instante los miembros del escuadrón, fornidos hombres curtidos en decenas de cruentas batallas que no se dejaban intimidar por nada, ni por nadie, intercambiaron sombrías miradas, pues todos sabían que el capitán no se movería de la villa hasta que su encinta esposa y el resto de las gentes del lugar estuvieran a salvo- tendremos que retener durante el máximo tiempo posible a un enemigo del que nada sabemos. Habrá que luchar a muerte –Martínez vio cómo el rostro de su capitán se tornaba ceniciento- durante Dios sabe cuánto tiempo. Martínez, tu única preocupación ahora tiene que ser llegar rápidamente a Trejo y solicitar la ayuda del ejército real a su Majestad –por supuesto, Martínez quería protestar. Quería quedarse y luchar a muerte para proteger a su capitán, pero no osaría llevarle la contraria-. Parte de inmediato, y que tus pies vuelen sobre los obstáculos del camino.
- Sí, mi capitán –fue la única contestación del teniente Martínez, mientras abandonaba la formación, con la mandíbula tensa y dos lágrimas recorriendo su rostro -durante casi veinte años, hasta que la muerte le sobreviniese en el exilio protegiendo a los hijos de su buen amigo Caín, soñaría todas las noches con aquella despedida, castigándose y culpándose por haberse ido sin más, pues aquella fue la última vez que vio con vida a su mejor amigo-.
- En cuanto a vosotros –continuó Caín-, que den un paso al frente aquellos que tengan más de cuarenta años, o no tengan familia que cuidar. Vosotros y yo –añadió el capitán con tono solemne, dirigiéndose a las treinta y seis almas que habían avanzado hacia la muerte con aquel escueto paso. Caín no necesitaba contarlos, sabía perfectamente cuantos eran, sus nombres y sus aficiones.-, hermanos, defenderemos la zona hasta que el resto de los miembros de la familia vengan a recogernos, cuando la gente de la villa esté a salvo –de los ciento sesenta y dos soldados que quedaron atrás con aquél paso, no hubo uno sólo que no deseara avanzar, pero aunque unas terribles ganas de llorar les afligían, ninguno derramó una sola lágrima. Aun así, entre sus puños cerrados resbalaban brillantes gotas rojizas, porque todos los miembros del escuadrón sangraban como uno solo-. Empezaremos la evacuación en cuanto suenen las campanas de la iglesia, para que los ojos que nos espían no sospechen nada. Los que os quedéis conmigo, aprovechad para despediros de vuestros amigos, por lo que pueda pasar. Descansen.

Caín se dirigió a su casa, abatido. Apenas tenía fuerzas para andar, y tendría que sacar fuerzas para convencer a su esposa de que todo iba a salir bien, de que tenía que abandonar la villa con el resto de los aldeanos. Él lo daría todo en aquella batalla para darle a Elena una oportunidad de sobrevivir y criar al hijo que llevaba en su vientre. Y Caín sabía en lo más profundo de su ser que aquella sería la última vez que la vería y que jamás vería crecer a su retoño.
Todo sucedió muy deprisa, como en un mal sueño. Caín recordaría en sus últimos instantes haber tomado las menudas manos de Elena entre las suyas, haberla mirado a los ojos y haber conseguido esbozar una tranquilizadora sonrisa. Con amargor recordaría que no había podido besarla, angustiado como estaba, esperando morir lejos de ella, y sabiendo que sería una de las cosas de las que más se arrepentiría mientras moría mirando el lluvioso cielo.

De aquél sitio a la villa no quedó ni un solo superviviente que pudiera narrar la historia en ninguno de los bandos. Duró casi una semana, en la que murieron treinta y siete soldados de la Corona y cuatrocientos setenta y nueve bárbaros. Pero quedó una leyenda:

“Al amanecer del séptimo día, el explorador de los caballeros de su Majestad arribó a la villa. Descabalgó en los alrededores, temeroso de ser descubierto, aunque más inquieto por el sepulcral silencio que reinaba, y anduvo los casi diez kilómetros que le separaban de las puertas. Las encontró destrozadas por los envites de los bárbaros, astilladas y en pedazos esparcidos por el suelo. No halló resistencia alguna, por lo que se internó en la villa. En el mismo centro de la plaza encorvado sobre su espada, que reposaba sobre una pequeña montaña de bárbaros, se alzaba una solitaria figura.
Al acercarse el explorador lo reconoció como Caín, legendario capitán del Escuadrón del Fénix Iridiscente. Respiraba a duras penas, y su cuerpo, lacerado por infinidad de hojas enemigas, apenas lo mantenía en pie. De no ser por la espada, el explorador estaba seguro de que se habría derrumbado hacía tiempo. Tan terrorífica era la estampa, que el explorador empezó a temblar sin saber muy bien por qué. Los ojos de aquel hombre parecían perdidos en la lejanía, aunque reconoció de inmediato al oficial del ejército. Caín sólo pudo articular, entre terribles espasmos, dos preguntas, referentes a la salud de su esposa y a si había habido alguna baja entre la gente de la villa que había evacuado.
Cuando le preguntaran sobre aquella conversación, y no le preguntarían pocas veces a lo largo de su vida, el explorador siempre juraría, terriblemente apenado, que aquél gran hombre, leyenda en vida, en cuanto oyó que su mujer se encontraba en perfecto estado de salud, y no había habido ni una sola baja entre las gentes evacuadas, cayó fulminado con una sonrisa fantasmagórica escapándose de sus amoratados labios y un río de lágrimas resbalando por sus mejillas. Nada pudo hacer por él, aunque intentó reanimarlo.  El explorador creyó oír al capitán Caín pedir perdón mientras exhalaba su último aliento, pero no estaba seguro.
Cuando llegó el médico al pueblo unas cuantas horas más tarde, aseguró que todos los combatientes llevaban al menos dos días muertos, incluido el capitán Caín.”

domingo, 5 de mayo de 2013

La Venida del Espíritu Santo


                La hoguera se alzaba majestuosa sobre unos maderos colocados estratégicamente en el centro de la playa. El olor a sal, a humedad, a alcohol y a sudor se entremezclaba de una manera tan natural que casi costaba diferenciar los matices. Casi. Los jóvenes alegres y despreocupados entrechocaban sus vasos de plástico, salpicando y duchando a cualquier persona que estuviera cerca del lugar, mientras gritaban obscenidades a quién pasara por su lado. Los hombres a las mujeres, éstas a ellos, ellos a éstas, y vuelta a empezar. Allí eso no importaba, era una gran fiesta y había que celebrar todo lo que pudiera celebrarse. Una auténtica jornada repleta de dicha, cómo no habían tenido en meses. Las inhibiciones habían desaparecido por completo, y aunque cabría esperar que el culpable fuera el alcohol, en la mayoría de los casos no lo era.

                No, la auténtica culpable de aquél desfase no era otra que la guerra. Todas las personas que estaban en la fiesta habían perdido a alguien en los últimos años. Novios, novias, hermanas y hermanos, padres, madres, tías, tíos... todo el mundo había visto cómo alguien a quién quería era borrado de su vida, sin explicaciones, sin tiempo para despedirse, sin un cuerpo que llorar.  Y lo que estaban celebrando no era la victoria, no celebraban que su país hubiera vuelto a un estado de paz y tranquilidad.
                Celebraban que no habría más barbaries, que no habría más traiciones, ni sorpresas desagradables a la hora de almorzar. Celebraban que no tendrían que llorar cada vez que mandaran a sus hijos a clase, y que cada ruido sordo que oyeran no significaría que las bombas iban a caer sobre su ciudad. Aunque las cicatrices seguirían allí, y mucha gente correría a esconderse debajo de la sólida mesa del comedor al oír el petardo que un niño despreocupado arroja en la calle, durante muchas semanas más.

                Unos meses después, la gente empezó a llamar a aquella fiesta la "venida del Espíritu Santo", porque muchas jóvenes habían quedado embarazadas sin saber quién era el padre. Y muchos novios acabaron en el hospital. Y muchas novias. Y niños, sobre todo niños, porque la gente en el momento álgido de la celebración había dejado de prestar atención a dónde ponía los pies. Pese a todo, aquello no fue lo único que sucedió en la playa aquella noche, casi, pero no.

                En una de las orillas más alejadas de la luz de las hogueras, agachado y jugando a crear castillos de arena, había un señor mayor. Aquél señor mayor que estaba sólo y apartado de la celebración, entre iluminado por las hogueras y la luna y consumido por las sombras, ocultaba su rostro con una capucha, de manera que no era fácil reconocerlo. Aquél señor mayor, había sido el instigador de la guerra, el que, dejando que su ego dominara su mente, su auténtica esencia, su yo más profundo, había cedido al deseo de expandir su terreno, de aumentar su hegemonía cómo presidente electo de un país, a intentar convertirse en Emperador. Pero como suele pasar con estos personajillos que quieren ir más allá de su destino, su "Imperio" dejó de ser suyo en el instante en que el golpe empezó a tomar forma. Fue traicionado por sus "amigos" y despojado de todo el honor y la gloria del cargo. Fue una especie de chivo expiatorio, y pasó de ser un Rey, a ser un Mendigo. Pasó de jugar con fuego, a quemarse en la hoguera. Por eso teme al fuego, por eso huye de la gente. Pero como el Karma es así, el destino no ha terminado con su vida, porque aun tiene una importante misión que cumplir. Un precio que pagar, y un crimen que expiar. Por eso, y sólo por eso, aquella noche, la noche de la Venida del Espíritu Santo, nadie lo reconoció, porque, si lo hubieran hecho, esta historia terminaría de una forma muy distinta.

jueves, 2 de mayo de 2013

Fantasía o Realidad (Parte Dos)


                John se despertó sobresaltado, sudando. Había soñado con Lucía, cómo casi todas las noches del último mes. La veía caer en un pozo y se despertaba de inmediato, sin llegar a perderla de vista. Ésta vez había sido diferente, ésta vez ella había sido consumida por la oscuridad, que la había devorado cómo si hubiera sido un pequeño trozo de carne en una pecera de pirañas, envolviéndola por completo y alejándola de él. John, todavía alterado por aquella horrible visión, se incorporó cómo pudo, se puso una camiseta y se calzó las sandalias y fue al lavabo a lavarse la cara y despejarse un poco. Después fue a la cocina a preparase una infusión de melisa y manzanilla, que dejó enfriar unos minutos.
                Seguía pensando en Lucía, aunque hacía más de un año que no la veía, y llevaba mes y medio sin poder contactar con ella por Skype, más o menos desde que se marchó a Escocia a terminar las preparaciones del sistema informático para la nueva sede de la empresa. Fue a por la infusión y se sentó en el borde de la ventana, mientras observaba cómo repiqueteaba la lluvia contra el cristal y humedecía la adoquinada calle que conducía al pueblo, que estaba a poco más de un kilómetro de distancia. John había encontrado el alquiler de aquél caserío viejo por un precio envidiable, y la única pega es que tenía que andar todas las mañanas un poquito más para llegar al edificio en el que se había instalado su empresa. Habían optado por instalarse en Kirkliston porque estaba al lado de Edimburgo y era bastante más tranquilo que la capital.

                Cuando John todavía estaba en España había empezado a salir con una chica, Marta, que conoció en el gimnasio. Era divertida y muy alegre, y estaba llena de energía. Su pelo rojizo y su eterna sonrisa eran sus rasgos más distintivos, aunque no eran lo único que llamaba la atención. Habían estado saliendo juntos un par de meses, y John no recordaba haber sido más feliz en toda su vida. Salvo quizás aquellas tardes en que todavía era un niño y seguía a Lucía a todas partes, pero eso es otra historia.  Cuando sus jefes le comunicaron que tendría que estar tres o cuatro meses en Escocia, se le rompió el corazón. Aunque Marta parecía estar dispuesta a esperar el tiempo que hiciera falta para estar con él. John no era un hombre que llorara con facilidad, pero aquella conversación consiguió que las lágrimas pasearan por su rostro con total naturalidad.

                John había llegado antes que Marta al bar, y cuando la vio llegar se levantó y la estrechó entre sus brazos, a la vez que la besaba suavemente en los labios.

                - Hola Marta, siento haberte llamado tan pronto, pero hay novedades en el trabajo que necesito hablar contigo -John había repasado aquella frase unas cien veces para no asustar a Marta con algún malentendido-. Mis jefes van a trasladar la sede principal de Utebo a Kirkliston, en Escocia, y me han... informado que van a necesitar que esté varios meses poniendo a punto la instalación informática -No sabía si el rostro de Marta reflejaba tristeza, o es que la había despertado y todavía estaba somnolienta, pero en ese momento ella se frotó los ojos con el dorso de las manos, lo que confirmó las sospechas de John-.

                - ¿Varios meses? -Marta disimuló un bostezo, y haciendo acopio de sus fuerzas, continúo-. ¿Y nuestros planes para San Juan? Supongo que no podrá ser... -resultaba extraño ver a Marta tan alicaída, a John se le rompía el corazón de verla así, y eso que podría decirse que acababan de conocerse.-. Pero, ¿sabes qué? tampoco era algo tan importante -él sabía perfectamente la ilusión que le hacía a ella pasar la mágica noche de San Juan en su compañía, por eso aquella frase le resultó tan extraña-, además, siempre he querido visitar Escocia...

                No había sido una conversación muy larga, porque John sólo tenía veinte minutos para desayunar, pero aun a pesar de eso, había sido muy intensa. Recordaba aquella genuina sonrisa que Marta le había regalado al decirle, indirectamente, que iría a visitarlo allí, y se le iluminaba el corazón. Pero aquél corazón lleno de luz también tenía sombras, y a John le dolía pensar que, a pesar de todo el amor que sentía por Marta, sus sueños sólo le mostraban la angustia de perder a Lucía...