miércoles, 11 de marzo de 2015

La Princesa

La Princesa que Miraba la Luna y Nada Soñaba...
...porque nada dormía.

    En un lugar ni cerca ni lejos, aquél dónde los caminos confluyen y gente de todos los lugares se reúne, vivía una hermosa princesa envuelta en un mar de melancolía y una niebla de soledad. No es que no tuviera gente con la que compartir su vida, y quizá ese era parte del problema. Veréis, a veces es más difícil tener mucha gente alrededor que no tener a nadie, porque cuando no tienes a nadie... bueno, nadie puede decepcionarte. Sin embargo cuando hay mucha gente cerca, no todo el mundo se preocupa por ti y te arropa. Habrá quien diga que eso es falso, y si eso fuera verdad me alegraría por ellos, pero lo dudo.
   Nuestra preciosa princesa vivía encerrada en su palacio de cristal y bruma de mar, encerrada en una jaula sin barrotes y protegida por un dragón sin alas. Su más fiel compañero era un fénix que casi no tenía plumas y que estaba esperando volver a las cenizas que lo habían traído al mundo. La joven anhelaba respirar el aire de otros lugares y pisar la fina arena de las playas al otro lado del mundo. Diablos, incluso se contentaría con sentir el frío de los glaciares que moran donde acaba el mundo... pero nada de esto era posible. No, aunque era una privilegiada princesa y disponía del amor de sus súbditos, también estaba condenada a morar para siempre en sus tierras, y eso la apenaba enormemente.

  Ella se entretenía leyendo libros que la alejaban de allí pero era más feliz cuando la Luna adornaba el firmamento y su fría luz bañaba su rostro y sus dominios. Estaba acostumbrada a dialogar con ella, que era su confidente y su mejor amiga. Sabía escuchar como nadie aunque no era muy dada a conversar, pero eso no importaba. La Luna guardaba los secretos más importantes de la princesa, aquellos que nadie más sabía, e incluso alguno que ni la propia princesa conocía. La alargada sombra ambarina del atardecer daba paso a los oscuros rincones de la noche, y éstos a su vez veían cómo el halo dorado se expandía para cubrir todo lo que la vista podía observar. La princesa era testigo de esta mágica transformación todos los días, así que cuando tenía que hacer sus deberes señoriales se encontraba sin fuerzas y abatida. Veréis, nuestra princesa era como una ola del mar. Cuando abre los ojos al despertar es dubitativa y frágil, pero va cogiendo fuerzas conforme avanza el día hasta convertirse en toda una fuerza de la naturaleza por la noche.
   Pero, como no puede dormir cuando el sol se oculta, toda esa fuerza se derrumba cuando la sonrisa del astro rey se encuentra con la suya. Entonces sus fuerzas reposan y el ciclo vuelve a empezar, aunque ella está tan agotada que las pocas horas que duerme no le aportan nada. Cuando era más joven, sus sueños proféticos la colmaron de esperanzas para el futuro, pero ahora... ella veía cómo se evaporaba todo aquello que una vez imaginó.
   Cuando hasta la reina hubo perdido la esperanza, un errante peregrino llegó al palacio de bruma de mar. No tenía mucho que ofrecer e iba cubierto con harapos, pero quiso mostrar su respeto a aquél lugar precioso atrapado en el tiempo. Los súbditos lo miraban con recelo e incluso los guardias se plantearon no dejarlo entrar en la corte, pero la amorosa princesa vio cómo sus sueños volvían a aflorar. El peregrino tendría tantas historias que contar...
  Ella lo recibió sin pensar en su apariencia y viendo tan sólo el secreto que cargaba en el corazón. Vio su bondad y la persona en la que se convertiría, y su corazón se pobló de ternura y admiración. Él, por su parte se sintió intimidado ante la belleza de aquella princesa pero lo que más le impresionó fue el amor que radiaba de su alma. La princesa parecía un ser etéreo pues guardaba las distancias con las personas, no dejándoles ver más allá de lo que ella quería enseñar, pero el misterioso peregrino era capaz de ver a través de aquella capa de bondad y cariño. No, él podía ver sus secretos y el amor que guardaba por miedo a perder. 
  Charlaron durante horas y se sorprendieron de lo bien que se conocían. Siguieron conversando, haciendo confidencias y riéndose de cosas sin importancia hasta que la princesa sintió que estaba reteniendo al peregrino más tiempo del que debería después de una larga jornada de camino. Se despidió de él, y le instó a usar las habitaciones de invitados de que disponían las dependencias reales, pero él rehusó la invitación. Le dijo que tenía que continuar su viaje aunque era de noche, pero que volverían a encontrarse antes de lo que ella podía imaginar. Ella insistió pero él no cedió en su idea de partir en pos de la siguiente parada de su viaje. La princesa tampoco estaba dispuesta a rendirse, así que finalmente el peregrino accedió a, por lo menos, tomar un baño y cambiar sus andrajosos ropajes.

   Mientras el peregrino estaba en los baños, la princesa fue a su balcón preferido a contar todo lo que había pasado a su mejor amiga, pero cuando llegó allí, se encontró sola. Una miríada de estrellas la observaban indecisas pero la Luna no adornaba el firmamento con su tierna luz y su calmada sonrisa. La princesa, no obstante, se quedó admirando la belleza de unas estrellas que solían pasar inadvertidas y cuyo brillo parecía menor de lo que era cuando la Luna las escondía. Tras un buen rato, decidió ir a despedirse del peregrino, que debía estar a punto de reemprender su viaje.
   El joven peregrino parecía otro tras el generoso baño que la princesa le había proporcionado, y sus claros ropajes parecían brillar bajo la atenta mirada de las estrellas que la princesa acababa de observar. Ella se quedó allí plantada, frente a su invitado, sin poder articular palabra. Por la tarde, mientras conversaban, le parecía que lo conocía de toda la vida. Ahora, frente a su yo más hermoso, tenía la sensación de que lo conocía de alguna parte, pero era incapaz de atar los cabos, que rebotaban juguetones en su mente. Se quedó pasmada frente a un hombre que acababa de conocer y al que hasta unos instantes  antes sólo había visto como un libro de aventuras. Aquello la avergonzaba, pero era incapaz de reaccionar.

-Tranquila mi princesa, guardaré vuestros secretos -dijo el joven peregrino con una voz dulce y juguetona mientras la miraba a los ojos -.


   Entonces con su mano derecha sujetó con delicadeza la barbilla de la princesa y le robó un beso. Se dio la vuelta y agitó su mano izquierda para despedirse de la estupefacta princesa. Cuando ella se dio cuenta de lo que había pasado, salió en pos del joven, pero fue incapaz de encontrarlo. Se dejó caer al suelo y vio que un grueso haz de luz plateado engullía su sombra. Alzó la vista sabiendo lo que iba a encontrar: la Luna.

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