domingo, 3 de octubre de 2010

Pasado

El muchacho le relató sin demasiado empeño, cómo en un asedio sorpresa a Mitabre, la capital amurallada del reino, se tuvo que hacer cargo de la situación. Había ido a visitar al Rey, que se hallaba enfermo, como representante de su pueblo, que estaba a un par de días en caballo de la capital. Cada pueblo enviaba a un mensajero, un miembro importante de la sociedad para que fuera a interesarse personalmente por la salud del bien amado Rey.

En el momento que se inició el asedio, el general del ejército, un vetusto hombre de anchos hombros y poblada barba, estaba acompañándolo en su visita al rey, cuando de repente fue atravesado por una saeta perdida que entró por el ventanal. El veterano oficial se desplomó en el acto, pero aun no había perdido la vida. Félix reaccionó con rapidez y cerró los ventanales. Sabía, por su formación militar, que una flecha normal no podría llegar tan lejos, así que supuso que debía estar hueca, por lo que no había mucho peligro de que los proyectiles volvieran a impactar, pero para cerciorarse, levantó la pesada mesa de roble y la puso contra el ventanal. Rápidamente desgarró las cortinas del rey y se dispuso a auxiliar al general. Con la cabeza bien fría, retiró la flecha del costado del general, y lo vendó fuertemente con la cortina, mientras gritaba para que viniera el médico de la corte. En cuanto la hemorragia se detuvo, fue corriendo al lado del rey, que estaba postrado en la cama sin poder moverse, y le ayudó a salir de aquella habitación. Cómo pudo, le imploró perdón por utilizar las cortinas reales como vendaje de primeros auxilios.

En cuanto se aseguró de que la guardia se encargara de velar por la seguridad del rey, se aventuró en el patio del castillo con un paso acelerado, mientras llamaba a los soldados a las armas. Cómo pudo, se hizo respetar y consiguió que los perezosos soldados estuvieran listos para plantar batalla. El único problema, era el número. Todavía no se había asomado a ver quién era el enemigo, ni cuantos hombres poseía. No sabía si tenía aparatos de asedio, o si simplemente era un grupo de bandidos enfadados por algún decreto real. Él sólo contaba con unos ochenta hombres. Le parecía un número reducido para cualquiera de las opciones. No quedaba mucho tiempo, oía un gran alboroto en el exterior, aunque sintió un gran alivio al ver a un oficial que corría hacia ellos, informando de que habían cerrado la puerta de la ciudad. Mientras tomaba resuello, Félix le preguntó si había visto al enemigo, a lo que el joven oficial negó con la cabeza, respirando con dificultad. Inmediatamente preguntó por los oficiales al mando, que dieron un paso al frente.

De los aproximadamente ochenta soldados, tan sólo cuatro eran oficiales, desde luego, no había ninguna facilidad. Les pidió a cada uno que realizaran una tarea, para la que podían movilizar a un grupo de 5 hombres. El barón Ritt se encargó de asegurarse de que los ciudadanos permanecían encerrados en sus casas, salvo aquellos que pudieran ayudar a defenderse del asedio, por órdenes de Felix, tanto hombres como mujeres de entre dieciocho y cuarenta años, en buen estado de salud y forma física. El conde Fernad estaba al cargo del escuadrón médico, y fue a asegurar una enfermería temporal a su casa, dónde su buena mujer podría ayudarlo. Entretanto, el capitán Lucas fue a averiguar quién estaba llevando a cabo aquel asedio, y cuantos eran, para lo que distribuyó a sus hombres a lo largo de la muralla de la ciudad. El teniente Robert y sus hombres se encargaron de asegurarse de que todos los puntos de acceso a la ciudad estaban bloqueados. Una vez que los veinticuatro hombres habían partido, Félix exhortó a los soldados a tomar las armas, y a prepararse para la batalla. También les sugirió que prepararan más armas, para los nuevos "reclutas", especialmente arcos, espadas y escudos.

Cuando finalmente estaban terminando de organizarse, y los soldados habían terminado sus tareas, un caballo blanco se acercó a ellos. Su jinete parecía bastante alto, e iba ataviado con el típico traje de luto del reino. Se presentó como uno de los mensajeros, según relató, tuvo que acudir a interesarse por la salud del rey sustituyendo a su padre, que había muerto de un infarto la noche previa a su partida.

-¿Quién está al mando aquí? Soy Rodrigo de Yvica, hijo de Pedro de Yvica, señor de las tierras del norte de la capital.

Ningún soldado u oficial se atrevió a decir nada, y todos volvieron su mirada a Félix, en cuanto preguntó por el hombre al mando. Éste, un tanto incómodo, se adelantó, ayudó a Rodrigo a desmontar y seencaminó hacia el castillo con él. A unos pocos metros de la puerta, se giró, y gritó órdenes a los soldados:

- ¡Ritt, estás al mando de la defensa, tu segundo oficial será Robert. Lucas, tú te encargas de las murallas, toma un pelotón de quince hombres y mantén al enemigo a raya, una vez hecho, designa un segundo oficial y ven a verme al castillo, necesito conocer los números y la posición del enemigo!

En cuanto terminó de organizar a los hombres, se dio la vuelta, y se adentró en la oscuridad de aquél majestuoso castillo de piedra. En aquella aciaga hora, los dioses los habían abandonado, y tan sólo su propia determinación podría ayudarles a salir de la trampa del ratón...

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