Una
lluviosa tarde de Abril, Caín le explicaba divertido a su encinta esposa la
historia de su nombre. Sus padres, que habían dejado de creer en la
misericordia de Dios cuando falleció su primer hijo, Ernesto, a causa de una
misteriosa enfermedad, decidieron darle una lección al mundo, poniéndole a su
segundo hijo el segundo nombre más odiado de la religión cristiana, tan sólo
por detrás de Judas. Lo hicieron movidos por una fe ciega en su hijo no-nato,
una fe que les permitía ver en quién se iba a convertir con el paso del tiempo,
una fe que demostraría que el destino de un hombre no depende de su religión o
de su nombre, sino de su alma, y de la fuerza de sus convicciones y su
determinación. Le contaba a su amada, casi avergonzado, que no sabía qué futuro
habrían vislumbrado sus soñadores padres, y un brillo refulgía en sus verdes
ojos misteriosos cuando confesaba que lamentaba que no fueran a tener la
oportunidad de vivir ese futuro que habían vaticinado.
-
Tus padres te han
visto crecer y convertirte en un hombre bueno, en un hombre justo que ayuda a
quien lo necesita sin esperar nada a cambio –así trató de animarlo Elena,
embarazada como estaba de ocho meses, con una sonrisa que iluminaría al cielo
pese a que el embarazo le estaba costando todas sus fuerzas-. No conozco, ni
conoceré a nadie que se parezca a ti, tan valiente y sabio. Ni tan apuesto
–añadió mientras le besaba delicadamente los labios, a la vez que le lanzaba
una pícara mirada llena de lascivos pensamientos-.
-
Ah, mi pobre y amada
esposa –le contestó Caín en cuanto terminó aquel largo y apasionado beso,
sonriendo absorto-, me alegro de que me veas con tu corazón y no con tus ojos,
o nunca habrías accedido a casarte conmigo.
No
pudieron Elena y Caín intercambiar muchas más carantoñas aquella triste tarde,
pero lo hubieran hecho de haber sabido el futuro que les esperaba. Todavía
estaban sus manos entrelazadas cuando alguien llamó a la puerta. Caín,
preocupado, se levantó raudo a la vez que le dirigía una mirada arrepentida a Elena
por tener que alejarse de su lado, aunque sólo fuera un instante. Él lo intuía.
Intuía que no volvería vislumbrar aquella hermosa sonrisa, ni volvería a besar
aquellos labios, o a acariciar aquél áureo cabello que resbalaba, bucle a
bucle, sobre los hombros de ella, su Elena.
Cuando
Caín alcanzó el umbral se detuvo y respiró hondo, mientras la mano izquierda
asía el pomo, la diestra acariciaba distraída su acero. Sin perder mucho
tiempo, preguntó quién les importunaba y qué asunto era tan importante como
para molestarles en el día de descanso. Un sordo sonido gutural respondió sin
mucha floritura una escueta frase como respuesta y Caín descorrió el cerrojo.
Una inmensa figura atravesó el vano de la puerta y estrechó el antebrazo Caín a
la vez que se cuadraba y hablaba rápidamente:
-
Lo siento Capitán, sabe que no hay nada en este mundo que deteste más que
interrumpir el tiempo que pasa usted con su esposa –se disculpaba el extraño
caballero, mientras dirigía una suplicante mirada a Elena- pero ha sucedido
algo, algo que requiere de su atención de manera inmediata –su amabilidad se
esfumó mientras pronunciaba aquellas palabras y su rostro se endureció a una
velocidad alarmante-. Incursores bárbaros han sido vistos en las montañas. Tres
informes distintos, en distintas zonas, pero a la misma hora. Lo investigué
antes de encaminarme a su casa, señor. Esto no me da buena espina.
- Gracias por su prudencia y su
esfuerzo, teniente Martínez, puede descansar –la altura de aquel inmenso
individuo disminuyó al menos cinco centímetros tras aquella orden-. Imagino que
se habrá encargado de organizar a la guardia y de preparar una partida de
reconocimiento –Caín hizo una pausa, reflexionando sobre el tema. Él, con sus
veintinueve inviernos, era el capitán más joven del ejército de su Majestad, y
el único oficial del ejército temido fuera de sus fronteras por su inmaculada
técnica de combate, su valor y su asombrosa capacidad estratégica-. No obstante
intuyo que sería más prudente esperar y organizar una reunión táctica.
Encárguese de que todos los miembros del escuadrón estén presentables en veinte
minutos a las puertas de la ciudad. Temo que si enviamos a los oficiales de
reconocimiento, sean emboscados. Es extraño que llevemos tanto tiempo sin
conflictos y de repente se reporten tres visiones simultáneas en los
alrededores de la villa. Muy sospechoso.
Martínez
desapareció como el humo de una vela apoyada en el alféizar de la ventana de
una torre en una ventosa tarde de otoño. Diez minutos después el “Escuadrón del
Fénix Iridiscente” al completo se hallaba esperando la llegada de su capitán,
al que los enemigos apodaban “el destructor de esperanzas”. En las numerosas
campañas en que Caín había participado, jamás se había alejado de la batalla.
Luchaba hombro con hombro con sus soldados, y acostumbraba a reprenderlos si le
trataban con deferencia en la liza. Para él, sus hombres no eran peones, sino
hermanos, y había sangrado numerosas veces para interceptar la negra guadaña de
la muerte que se cernía sobre alguno de sus compañeros. Pero nunca había
sangrado en exceso, pues su habilidad y rapidez eran tales, que sus enemigos
palidecían en su presencia y sus estocadas parecían torpes y desatinadas.
El
capitán Caín se enorgullecía de sus cicatrices, porque gracias a ellas, sus
hombres no lo tenían por un Dios de la guerra, sino por un humano
extraordinario, y eso les daba esperanzas y templaba sus corazones, ayudándoles
a luchar con más valor del que creían poseer. Ningún soldado bajo su mando
había retrocedido jamás ante el enemigo, y hay también quién afirma que incluso
después de muertos ensartaban a sus enemigos con sus lanzas y estoques. Todos
los días llegaban jóvenes a la villa, esperando ser admitidos en el escuadrón,
movidos por su necesidad de ser útiles a su Corona y su deseo de servir bajo el
mando del gran Caín.
Pero
él siempre bromeaba con Elena sobre el tema, maravillándose de cómo podía
ejercer aquella influencia tan desmedida por su capacidad de matar. En cierto
modo se avergonzaba de no ser útil para otra cosa que no fuera la guerra, pero
esos pensamientos lo acompañarían a la tumba, y su esposa nunca sabría el hondo
pesar que afligía su corazón.
Cuando
Caín llegó a las puertas de la villa, todavía faltaban cinco minutos para la
reunión, pero él sabía que estaban todos reunidos sin necesidad de contarlos.
Se le encogía el corazón de pensar que aquellos hombres morirían si él se lo
pidiera, y que lo harían con una sonrisa en los labios y sintiéndose orgullosos
de seguir sus órdenes. Caín saludó al escuadrón e hizo algunas preguntas para
orientarse sobre los informes acerca de los avistamientos de bárbaros en la
zona. Tal y como pensaba, los puntos en los que habían avistado a los
incursores eran distantes entre sí, y cubrían buena parte de los terrenos de la
villa. Era fácil que estuvieran organizando un sitio, y pensaran asaltar la
villa a no mucho tardar.
El
capitán Caín organizó las guardias de las murallas y convocó a los ciudadanos
para evacuarlos por los pasajes subterráneos, y dio gracias de que aquella
fuera la primera vez que los bárbaros iban a intentar atacar aquella villa,
porque no tenían modo de conocer aquellos pasajes. Sin embargo, los Bárbaros
estarían observando la ciudad y si todo el mundo desaparecía de repente, los
buscarían y encontrarían merodeando por las montañas, sin posibilidad de huir o
de defenderse.
No,
desalojarían la villa y Caín y una parte de sus hombres tendrían que quedarse y
defenderla como si no fuera una ciudad fantasma y carente de valor. Pero había
un problema: el escuadrón estaba conformado por doscientos hombres, de los
cuales más de la mitad acompañarían a los habitantes de la villa por el paso
subterráneo, para mantener el orden, y protegerlos en el hipotético caso de que
los descubrieran.
Como
era de esperar, ni uno sólo de los miembros del Escuadrón del Fénix Iridiscente
se ofreció voluntario para huir del combate. Todos querían quedarse y comprar
tiempo para que la gente de la villa, sus familiares, sus amigos y los miembros
de su escuadrón llegaran a salvo al próximo pueblo, aunque tuvieran que pagar
ese tiempo con su sangre, en el mejor de los casos. Sería el capitán Caín el
encargado de seleccionar los cuarenta soldados que habrían de defender el
pueblo, pagando el más alto de los precios.
-Hermanos,
no sabemos qué nos deparará el mañana, pero temo que hoy hemos de enfrentar la
muerte. No sabemos cuántos bárbaros nos asediarán, ni cuándo comenzará el
asedio, pero seguro que serán más de cuarenta. Eso significa que los que nos
quedemos –en este instante los miembros del escuadrón, fornidos hombres
curtidos en decenas de cruentas batallas que no se dejaban intimidar por nada,
ni por nadie, intercambiaron sombrías miradas, pues todos sabían que el capitán
no se movería de la villa hasta que su encinta esposa y el resto de las gentes
del lugar estuvieran a salvo- tendremos que retener durante el máximo tiempo
posible a un enemigo del que nada sabemos. Habrá que luchar a muerte –Martínez vio
cómo el rostro de su capitán se tornaba ceniciento- durante Dios sabe cuánto
tiempo. Martínez, tu única preocupación ahora tiene que ser llegar rápidamente
a Trejo y solicitar la ayuda del ejército real a su Majestad –por supuesto,
Martínez quería protestar. Quería quedarse y luchar a muerte para proteger a su
capitán, pero no osaría llevarle la contraria-. Parte de inmediato, y que tus
pies vuelen sobre los obstáculos del camino.
-
Sí, mi capitán –fue la única contestación del teniente Martínez, mientras
abandonaba la formación, con la mandíbula tensa y dos lágrimas recorriendo su
rostro -durante casi veinte años, hasta que la muerte le sobreviniese en el
exilio protegiendo a los hijos de su buen amigo Caín, soñaría todas las noches
con aquella despedida, castigándose y culpándose por haberse ido sin más, pues
aquella fue la última vez que vio con vida a su mejor amigo-.
-
En cuanto a vosotros –continuó Caín-, que den un paso al frente aquellos que
tengan más de cuarenta años, o no tengan familia que cuidar. Vosotros y yo
–añadió el capitán con tono solemne, dirigiéndose a las treinta y seis almas
que habían avanzado hacia la muerte con aquel escueto paso. Caín no necesitaba
contarlos, sabía perfectamente cuantos eran, sus nombres y sus aficiones.-,
hermanos, defenderemos la zona hasta que el resto de los miembros de la familia
vengan a recogernos, cuando la gente de la villa esté a salvo –de los ciento
sesenta y dos soldados que quedaron atrás con aquél paso, no hubo uno sólo que
no deseara avanzar, pero aunque unas terribles ganas de llorar les afligían,
ninguno derramó una sola lágrima. Aun así, entre sus puños cerrados resbalaban
brillantes gotas rojizas, porque todos los miembros del escuadrón sangraban
como uno solo-. Empezaremos la evacuación en cuanto suenen las campanas de la
iglesia, para que los ojos que nos espían no sospechen nada. Los que os quedéis
conmigo, aprovechad para despediros de vuestros amigos, por lo que pueda pasar.
Descansen.
Caín
se dirigió a su casa, abatido. Apenas tenía fuerzas para andar, y tendría que
sacar fuerzas para convencer a su esposa de que todo iba a salir bien, de que
tenía que abandonar la villa con el resto de los aldeanos. Él lo daría todo en
aquella batalla para darle a Elena una oportunidad de sobrevivir y criar al
hijo que llevaba en su vientre. Y Caín sabía en lo más profundo de su ser que
aquella sería la última vez que la vería y que jamás vería crecer a su retoño.
Todo
sucedió muy deprisa, como en un mal sueño. Caín recordaría en sus últimos
instantes haber tomado las menudas manos de Elena entre las suyas, haberla
mirado a los ojos y haber conseguido esbozar una tranquilizadora sonrisa. Con
amargor recordaría que no había podido besarla, angustiado como estaba,
esperando morir lejos de ella, y sabiendo que sería una de las cosas de las que
más se arrepentiría mientras moría mirando el lluvioso cielo.
De
aquél sitio a la villa no quedó ni un solo superviviente que pudiera narrar la
historia en ninguno de los bandos. Duró casi una semana, en la que murieron
treinta y siete soldados de la Corona y cuatrocientos setenta y nueve bárbaros.
Pero quedó una leyenda:
“Al amanecer del séptimo día, el
explorador de los caballeros de su Majestad arribó a la villa. Descabalgó en
los alrededores, temeroso de ser descubierto, aunque más inquieto por el
sepulcral silencio que reinaba, y anduvo los casi diez kilómetros que le
separaban de las puertas. Las encontró destrozadas por los envites de los
bárbaros, astilladas y en pedazos esparcidos por el suelo. No halló resistencia
alguna, por lo que se internó en la villa. En el mismo centro de la plaza
encorvado sobre su espada, que reposaba sobre una pequeña montaña de bárbaros,
se alzaba una solitaria figura.
Al acercarse el explorador lo reconoció como
Caín, legendario capitán del Escuadrón del Fénix Iridiscente. Respiraba a duras
penas, y su cuerpo, lacerado por infinidad de hojas enemigas, apenas lo
mantenía en pie. De no ser por la espada, el explorador estaba seguro de que se
habría derrumbado hacía tiempo. Tan terrorífica era la estampa, que el
explorador empezó a temblar sin saber muy bien por qué. Los ojos de aquel
hombre parecían perdidos en la lejanía, aunque reconoció de inmediato al
oficial del ejército. Caín sólo pudo articular, entre terribles espasmos, dos
preguntas, referentes a la salud de su esposa y a si había habido alguna baja
entre la gente de la villa que había evacuado.
Cuando le preguntaran sobre aquella
conversación, y no le preguntarían pocas veces a lo largo de su vida, el explorador
siempre juraría, terriblemente apenado, que aquél gran hombre, leyenda en vida,
en cuanto oyó que su mujer se encontraba en perfecto estado de salud, y no
había habido ni una sola baja entre las gentes evacuadas, cayó fulminado con
una sonrisa fantasmagórica escapándose de sus amoratados labios y un río de
lágrimas resbalando por sus mejillas. Nada pudo hacer por él, aunque intentó
reanimarlo. El explorador creyó oír al
capitán Caín pedir perdón mientras exhalaba su último aliento, pero no estaba
seguro.
Cuando llegó el médico al pueblo unas
cuantas horas más tarde, aseguró que todos los combatientes llevaban al menos
dos días muertos, incluido el capitán Caín.”
2 comentarios:
Lo de "al amanecer del séptimo día" ha sonado como si lo dijera Gandalf ajaja.
Una historia con un final triste y una pequeña esperanza a punto de nacer (por de lo del hijo de Caín), jeje.
Lo único que al principio no sabía exáctamente si era una historia de tiempo moderno o no, luego ya cuando he leído lo del acero :)
Suerte en tu examen!!
Era un poco la idea, plantear una situación de la que se tuviera poco conocimiento previo y desarrollar una historia que dejara espacio a la imaginación.
Igual que el guiño a que la mujer de Caín espera mellizos, cuando se menciona que el teniente Martínez morirá defendiendo "a los hijos de Caín", pero cuando es Caín el que piensa, siempre habla de "su hijo" no nacido.
Gracias ;D.
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