Había mil puertas esperando ser
abiertas, o al menos miradas con anhelo. Querían ser usadas, no estar allí
plantadas como el árbol que una vez fueron a la espera de que alguien les diera
utilidad. Cada una de ellas tenía sus propios sueños y esperanzas. Algunas eran
sinceras, mientras que otras eran traicioneras y algunas tan sólo eran
juguetonas. Ninguna característica las diferenciaba, y cualquiera que llegara
allí no sabría a qué atenerse. Un verdadero salto de fe a un destino incierto.
Sheerly había salido temprano de
casa, mientras su compañera de piso se daba una ducha. Ella odiaba bañarse,
hasta el punto que la mera idea de hacerlo le provocaba un tenso temblor en
todo el cuerpo. Pero su compañera lo adoraba. De hecho, pasaba tanto tiempo en
el agua que era extraño que no le hubieran nacido agallas de repente. Estas y
otras cosas pasaban por su mente mientras Sheerly paseaba ágilmente por el
vecindario, sin llamar la atención de nadie, casi como si fuera un fantasma.
Casi cuando había salido del pueblo y una inmensa emoción empezaba a brotar de
su corazón, un perro la descubrió y empezó a ladrar. La ubicó al instante y
empezó a perseguirla, ávido de algo más útil que hacer que estar tumbado al sol
o perseguir palomas.
Sheerly, que tenía pánico a los
cánidos, corrió por su vida, como tantas otras veces. Ésta, sin embargo, tuvo
bastante suerte porque no estaba demasiado lejos del linde del bosque, al cual
pudo llegar sin cansarse demasiado. Una vez allí, decidió que lo más sensato
sería trepar a un árbol y esperar que el cuidador del perro hiciera su trabajo.
Con gracilidad y sin esfuerzo, subió por el tronco del árbol y se agarró a una
gruesa rama que estaba a unos seis metros del suelo. Como no tenía prisa, se
sentó. No pensaba estar allí parada demasiado tiempo.
Una voz deshizo el silencio que
se había entretejido alrededor del árbol:
-Kuco, ¿dónde demonios te has
metido? -En la voz del panadero se podía notar un tono de mando, se notaba que
era el alfa- Ven aquí chico, ¡vamos!
El perro, que en ese momento
estaba olfateando su propia orina, alzó la cabeza y sus orejas se pusieron de
punta en un instante, tratando de predecir la ubicación de su cuidador. En
cuanto supo dónde estaba arrancó a correr y se alejó del árbol, como si hubiera
olvidado qué lo había arrastrado hasta allí.
Un par de minutos después,
Sheerly se desperezó con elegancia y bajó del árbol sin mucho cuidado. Entonces
reanudó su marcha, adentrándose en el bosque.
Algún tiempo atrás, en uno de sus
fugaces paseos, había descubierto un extraño cementerio. En mitad del bosque,
en un aireado claro, había unas extrañas construcciones de piedra que parecían
ser muy antiguas. Buscando alguna entrada, descubrió una abertura diminuta por
la que se metió sin mucho cuidado, como hacía siempre. Su curiosidad estaba
mucho más afilada que su sentido común, y su instinto la había ayudado a evitar
tensas situaciones de las que no pudiera salir hasta entonces, así que tampoco
se preocupaba mucho.
Tras arrastrarse por un túnel
durante un buen rato, encontró una enorme sala extrañamente iluminada. En
aquella habitación no había ventanas, tan solo unos extraños agujeros en el
techo por los que manaba la luz. Lo que sí había, y en una cantidad anormal,
eran puertas. Había puertas en todos los lugares. Puertas de distintas formas y
tamaños. Puertas rotas, puertas nuevas. Puertas.
Una vez más, la curiosidad de
Sheerly la empujó a investigar aquella estancia, así que se acercó a varias
puertas, aunque no se decidió por abrir ninguna, porque ninguna le llamaba la
atención. Entonces, cuando el aburrimiento empezó a hacer mella en ella,
encontró una puerta azul con unos garabatos que desprendían un brillo
blanquecino. Era esa, tenía que abrirla. Sólo tenía un problema: la puerta
medía más de doce pies y era sólida y gruesa. Y ella era una gata que no
llegaba siquiera al picaporte.
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